EL ADIÓS DE PINKY, por Javier Garin
por Javier Garin
EL ADIOS DE PINKY.
Esta mañana ella se despertó sintiéndose aliviada. Llevaba varios días de decaimiento. El peso de sus veinte años gatunos se hacía sentir cada vez mas. Por eso se asombró ante su repentino bienestar.
Sabía que eran sus últimas horas. Con esa misteriosa conciencia de la cercanía de la muerte que tienen los felinos, comenzó a despedirse.
Primero se acurrucó junto a su padre adoptivo, el gigantón, que recién se despertaba. Lo hizo para permitirle unas caricias. Durante años lo había acompañado cuando dormía o estaba enfermo, pero últimamente lo mantenía a cierta distancia desde que el gigantón la traicionó para llevarla a operar de una oreja, previo someterla a pinchazos de agujas y otros ultrajes. Las torturas quirúrgicas le habían dolido menos que la traición del grandote. Ella no había podido perdonarlo hasta hoy. Pero esta mañana pensó que quedaba poco tiempo y se dejó acariciar como en las viejas épocas.
Después bajó de la cama y fue hasta la puerta del jardin. Quería tomar agua por última vez, junto a la fuente, entre las plantas. No aceptaba tomar agua adentro. No iba a cambiar sus rutinas por la maldita vejez. El problema es que casi no tenía voz para llamar a que le abran. Entonces apareció su madre adoptiva. Ella sabía que iba a venir a abrirle porque su madre adoptiva estaba siempre atenta a sus movimientos, pedidos y caprichos. Pensó: "Gracias por darme tantos mimos a lo largo de veinte años, ahora solo necesito tomar agua una vez más." La puerta se abrió y pudo salir.
Caminó un metro y de pronto sintió que se rompía algo en su pecho. La madre adoptiva llamó al giganton diciendo:
-Javier, vení, se está muriendo.
Pero ella pensó: "No te alarmes, no moriré sin haber tomado agua".
Se incorporó temblorosa. Llegó hasta la jarra junto a la fuente y bebió.
Después se tumbó sobre las piedras del patio. Oyó que su padre adoptivo decía: "Parece estar mejor ahora. Voy a hacer ese trámite." Si hubiera podido hablar le habría dicho: "No te vayas, gigantón, o no voy a estar cuando vuelvas".
Se quedó un rato mirando las plantas, los arboles, los pájaros que saltaban de rama en rama. ¡Era tan hermoso el mundo! ¡Había sido tan feliz allí, mirando el cielo y las aves, tomando sol en sus rinconcitos predilectos, jugando a las escondidas!
No tenía de qué quejarse. La vida, al comienzo habia sido dura. Habia sido una gata de la calle, de los techos, abandonada, asediada por mil peligros, amenazada por perros, automóviles y tormentas de rayos y lluvias. Pero despues sus padres adoptivos le abrieron aquella puerta y desde entonces había estado a salvo. Y había sido muy feliz.
Pero todo pasa. Era hora de despedirse. Ya no tenía fuerzas para esperar al gigantón. Pidió a su madre adoptiva, con la mirada, que le abriera la puerta. Se paró, como otras tantas veces, junto a la estufa. Dijo adiós a aquel calor suave. Se acostó en el arenero y orinó por última vez y dijo adiós a aquel rincón. Caminó hasta el centro de la sala y miró en todas direcciones. Estaba demasiado cansada para recorrer todos sus dominios. El gigantón no regresaba y ella estaba urgida. Fue hacia el sillón de las siestas infinitas y le pareció muy difícil, casi imposible, volver a treparlo. La madre adoptiva acudió a ayudarla pero ella rechazó el auxilio. No iba a permitir que la debilidad y el reuma le negaran ese gran placer de subir por última vez al sillón por si misma. Concentró todas sus fuerzas en ese salto final. Parecía que no llegaba nunca hasta aquel sillón de cuero, que sus patitas no iban a posarse jamás en él. Pero llegó. Solo le faltaba una cosa: despedirse de su mantita. Sus padres adoptivos decían que había sido la manta de cuna de Victoria, cuando era beba. Pero ahora Victoria era adulta y ahora la manta le pertenecía a ella. Ese era el lugar adecuado para morir, allí, en ese sillón, sobre esa manta, junto a su almohadoncito de juguete... Quiso llegar y no pudo. Sólo faltaba medio metro, pero el salto había consumido sus últimas fuerzas. Se desplomó con la patita intentando tocar su manta tan querida.
"No voy a llegar", pensó.
Pero, como siempre, estaba la mamá adoptiva para resolver sus problemas. Sintió que sus manos la levantaban y la depositaban sobre la manta. Se acomodó como si fuera a dormir. Las cosas se oscurecieron de pronto. Sintió que su mamá adoptiva rompía en llanto. Hubiera querido decirle: "No llores. Estoy bien. Soy feliz."
Y se murió.
(A 12.000 kilómetros de distancia, en ese mismo momento, Victoria, la primitiva dueña de la manta, andaba en bicicleta por un camino rural holandés cuando un gato blanco, blanco como ella, cruzó la calzada y se perdió tras unos pastizales).
Banfield, 1 de septiembre de 2025.
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