LA VISITA, por Javier Garin

 

Por Javier Garin.

    Caminaba al azar por las calles del barrio cuando de pronto vio la casa de su abuela, que hacía más de cuarenta años no visitaba. 

    Típica casa chorizo, con galería lateral y patio. Algo despintada, rodeada de árboles y adornada con malvones. 

     Empujó la puerta de entrada sin pensarlo. El jardín exuberante lo envolvió con un perfume de jazmines y glicinas. 

     Sentada en su sillón de mimbre, la abuela volvió la cabeza y lo miró con su dulce sonrisa:

    -Ya llegaste, Dani, tengo unas galletas recién horneadas para vos.

    Lo invadió la felicidad. Una felicidad indescriptible, sólo empañada por un pensamiento:

    “Ella no se da cuenta de que está muerta. Y yo no sé lo voy a decir. Procuraré que no note mi emoción”.

      La abuela se levantó y fue hacia la puerta de la habitación posterior, donde estaba la cocina. Le hizo un gesto con la mano y Dani la siguió.

      Mientras la abuela sacaba del horno las galletas de  almendras, Dani se acostumbró a la oscuridad interior. Pudo distinguir, sentado a la mesa, al abuelo sonriente. 

    -Hola Dani, te esperábamos- dijo el abuelo.

      Hacía tanto tiempo que no veía al abuelo desde aquel último paseo juntos, que Dani se sintió desbordar de gozo. Pero se contuvo pensando: 

      “Tampoco sabe que murió”.

       Decidió seguirles la corriente como si estuviera en una de esas tardes de la infancia, a la salida de la escuela. Se puso a comer las galletas crujientes: el olor de las almendras horneadas desató un millón de recuerdos felices.

       Se abrió la puerta del patio e ingresaron sin aviso papá y mamá. Dani quiso correr a abrazarlos pero una vez más se contuvo, pensando: 

    “Se los ve tan felices. No quiero que se enteren que están muertos”

    -¿Estabas acá? -dijo mamá-. Nos cansamos de buscarte.

    -Tu madre ya se estaba preocupando- dijo papá. 

    El corazón de Dani estaba a punto de estallar de felicidad. Pensó:

    “Tantas cosas que tendría que haberles dicho. Esas discusiones que tuvimos. Tal vez ahora pueda pedirles que me perdonen por no haber sido el hijo que esperaban, decirles que fueron buenos padres, que no tengo nada que reprocharles, que los quiero tanto, que no se lo dije antes por estúpido y orgulloso. ¿Pero cómo? Si les digo todo esto se darán cuenta que ya no soy un chico, que estoy viejo y que ellos ya murieron...”

        -Vení, Dani, hay alguien que quiere verte -dijo la abuela. 

         La siguió sin dudar. Pasaron al patio del fondo, donde había una mesa y una parra. 

         Un chico vino corriendo desde el fondo, gritando:

    -¡Papi!

    Era su hijo, Santiaguito, que había muerto por un tumor fulminante a los cuatro años. 

      Durante años había querido una sola cosa: volver a verlo, saber que estaba bien. Se había cansado de recorrer mediums y mentalistas que sólo le sacaron dinero y nunca pudieron darle ni una pizca de alivio, ni la señal que esperaba.

     Era demasiado. Dani empezó a llorar de felicidad. Ya no podía seguir disimulando su emoción.

    Mientras abrazaba a su hijo, todos los otros muertos se acercaron y lo rodearon con su amor.

    “Estoy soñando y no quiero despertar”, pensó Dani. “O tal vez acabo de morir yo también y vinieron a recibirme mis seres queridos”.

    Las lágrimas arrasaban sus ojos.

    Y sintió tanta felicidad y tanta paz que supo claramente que nunca volvería a despertar.