LA CONSPIRACIÓN ANTIJESUÍTICA MUNDIAL
(CAPITULO DEL LIBRO "ANTICRISTO, HISTORIA DE UNA PROFECIA JESUITICA" DE JAVIER GARIN)
Madrid, 27 de febrero de 1767
Mucho antes que existiera la globalización capitalista,
antes que el internacionalismo socialista fuera proclamado, el único
orden internacional fue la Iglesia Católica, y dentro de ella se forjó un brazo Ejecutor a escala mundial: la Compañía de Jesús.
Inicialmente, los jesuitas no se designaban a sí mismos como
tales: ese fue el apelativo que les pusieron sus enemigos. Jesuita
equivalía a “falso”, “intrigante”, “espía”, “hipócrita”. Todas
características que los antijesuíticos atribuían a los miembros de la Compañía.
Era notoria en todas partes –y una muestra típica de las
internas eclesiásticas– la envidia que despertaban en las otras
órdenes religiosas el favoritismo papal, el apoyo de varias monarquías, el
poderío económico, los establecimientos educativos y la capacidad política e
influencia de que gozaban los jesuitas en sus tiempos de esplendor. Eran la orden de confianza del Papa. Sus sacerdotes eran
confesores de reyes. Sus Generales se contaban entre los hombres más
poderosos
de Europa. Sus colegios y universidades educaban a los
futuros gobernantes, magistrados y funcionarios. Habían logrado una expansión
tan formidable que ella misma sería la causa de su ruina.
El General de la Orden –el “Papa negro”, como lo llamaban
sus enemigos–, sentado en su despacho, recibía correspondencia de sus
subordinados proveniente de todos los rincones del mundo, pues los jesuitas estaban obligados a informarle con detalle en forma regular.
Es posible que el Papa o la Corona Británica dispusieran de una información
comparable, pero no superior. Los jesuitas tenían una visión geopolítica en ocasiones más amplia que las de los mismos imperios.
La Iglesia no conoció mejores defensores doctrinarios. En
medio de la tempestad provocada por Lutero y la Reforma, los teólogos
jesuitas renovaron el arsenal ideológico de la Iglesia Católica. Sus
aportaciones fueron fundamentales en el Concilio de Trento. Estaban
presentes en todas las disputas, en todos los debates, y su capacidad de
argumentación era excepcional, porque eran los cuadros mejor formados de la Cristiandad.
Toda esa organización había surgido de la mente e iniciativa
de un vasco, Iñigo López de Loyola, canonizado San Ignacio, quien,
luego de convencer a varios condiscípulos en la Universidad de Paris,
donde estudiaba, los reunió en la ladera de Montmartre el 15 de agosto de 1534, ocasión en que prestaron votos de pobreza y castidad y se
juramentaron para viajar a Tierra Santa. Aunque esto último no fue posible
por la guerra, los amigos se organizaron como orden en Roma, y en 1540 fueron aceptados por bula papal como una nueva congregación1
. Su progreso fue tan rápido que en menos de cincuenta años contaban con
188 colegios en toda Europa y habían enviado misiones a todo el
mundo, destacando entre ellas la tarea de San Francisco Javier en
el remoto Oriente2
. Este es el juramento que prestó su fundador: “Yo Ignacio
de Loyola, prometo a Dios Todopoderoso y al Sumo Pontífice, su
Vicario en la tierra, delante de la Santísima Virgen María y de toda
la corte
celestial, y en presencia de la Compañía, perpetua Pobreza,
Castidad y Obediencia, según la forma de vivir que se contiene en la
Bula de la Compañía de Jesús nuestro Señor, y en las Constituciones, en
las ya declaradas como en las que adelante se declarasen. También
prometo especial obediencia al Sumo Pontífice en lo referente a las
misiones, de las que se habla en la Bula. Además prometo procurar que
los niños sean instruidos en la doctrina cristiana, conforme a la
misma Bula y
Constituciones”.3
Es notable cómo, a través de los siglos, la Compañía mantuvo
y adaptó a las circunstancias las dos líneas de servicio
definidas por sus fundadores: la labor misional más allá de los confines de la
civilización cristiana, para expandirla, siguiendo el ejemplo de San Francisco Javier, y la educación, que estuvo entre los objetivos postulados
por el propio Loyola, quien impuso la exigencia de la formación
intelectual y el ministerio de la enseñanza como una de la labores
principales de la
Compañía. Bajo el lema “ad maiorem Dei gloriam” (a la mayor
gloria de Dios), llevaron adelante con perseverante voluntad la
finalidad de la fórmula del Instituto: “Militar para Dios bajo la bandera de
la cruz y servir sólo al Señor y a la Iglesia, su Esposa, bajo el
Romano Pontífice, Vicario de Cristo en la tierra”.4
La actividad de los jesuitas en América fue extraordinaria.
No es casual que el primer Papa americano haya resultado un
jesuita, pues la Compañía de Jesús fue la principal organización
religiosa del continente. Su tarea descolló en el doble terreno de las
misiones y la educación. Fundaron un gran número de misiones y
establecimientos en el Paraguay, el Amazonas, Méjico, Canadá, el río
Mississippi. Sin duda las misiones paraguayas fueron las más célebres. En todas
partes se esforzaron por comprender a los indios y aprender sus lenguas y culturas. Fundaron Colegios y Universidades por doquier, pues
ambicionaban el dominio de la educación. En el Río de la Plata el Colegio
San Ignacio, luego Real de San Carlos en Buenos Aires, el Colegio Máximo,
luego
Universidad de Córdoba, y la de San Francisco Javier de
Chuquisaca fueron algunas de sus instituciones. Las misiones y
emprendimientos agrícolas y mineros, organizados como verdaderas empresas,
aunque sin finalidad de lucro, con un sistema de administración
eficiente y
muy sofisticado, no sólo proporcionaban la subsistencia
digna de sus habitantes sino que contribuían al sostenimiento de sus
establecimientos educativos gratuitos.
Además de los tres votos tradicionales de obediencia,
pobreza y castidad, los jesuitas estaban comprometidos por un “cuarto
voto” de fidelidad y obediencia al Papa, que contribuyó no poco a la
desconfianza de los reyes y fue muy utilizado por sus enemigos de las
monarquías
para presentarlos como agentes al servicio de un poder
extranjero.
Veamos algunas de las opiniones que se fueron formando sobre
los jesuitas en Europa: opiniones que eran muy distintas al
altísimo prestigio de que gozaban en América. Para los hombres de Estado
europeos, los jesuitas eran temibles competidores y una amenaza
permanente.
Para los filósofos de la Ilustración, los jesuitas
constituían el bastión del pensamiento tradicional, ortodoxo, opuesto a las “luces”.
Muchos filósofos respetaban intelectualmente a los jesuitas como individuos,
pero los detestaban como miembros de una Orden consagrada, según
ellos, a “impedir el libre pensamiento” y defender la “obediencia
ciega”.
En 1762, bastante antes de la Revolución Francesa, el
Parlamento de París consideró a la Compañía como “perversa, destructora de
todos los principios religiosos e incluso de la honestidad,
injuriosa para la moralidad cristiana, perniciosa para la sociedad civil,
sediciosa, hostil
a los derechos de la nación y del poder del rey”.5
Para Napoleón, “los jesuitas son una organización militar,
no una orden religiosa. Su jefe es el general de un ejército, no el
mero abad de un monasterio. Y el objetivo de esta organización es
Poder, Poder en su más despótico ejercicio, Poder absoluto, universal,
Poder para controlar al mundo bajo la voluntad de un sólo hombre. El
Jesuitismo es el más absoluto de los despotismos y, a la vez, es el más
grandioso yenorme de los abusos”.6 Que Napoleón,
justamente, se asustara de esa presunta ambición de poder resulta cuando menos cómico…
Diderot, en la Enciclopedia, los definió por su
“mundanidad”, en tanto religiosos “dedicados al comercio, a la intriga, a la
política y a las ocupaciones ajenas a su estado e inapropiadas a su
profesión”.7 Hume los acusaba de ser”tiranos del pueblo y esclavos de la
corte”.8 Voltaire, educado por los jesuitas, en carta a Helvetius,
sostenía: “cuando hayamos eliminado a los jesuitas habremos dado un
gran paso adelante en nuestra lucha contra lo que detestamos”.9 D’Alembert, en su libro”Sur la destruction des Jésuites en
France”, acusaba a los jesuitas de promover una Iglesia temporal y
del deseo de extenderse y de dominar, pues su objetivo último era el de
gobernar el mundo por la Religión. Donde habían encontrado docilidad
–sostenía–, como en el Paraguay, habían logrado establecer “una
autoridad monárquica fundada sobre la sola persuasión”, pero donde habían
hallado
resistencia, como en Europa, se habían mostrado “peligrosos
y turbulentos”. Aunque reconocía la excelencia de muchos jesuitas en las
ciencias y las letras, criticaba su escolasticismo y su intolerancia.
Sin embargo, reconocía que eran menos peligrosos “para la razón” que sus
enemigos
religiosos franceses, los fanáticos jansenistas: “Los
jesuitas –afirmaba– con tal que no se les declare enemigos, permiten que se
piense como se quiera. Los jansenistas quieren que se piense como ellos”.10
Algunos jesuitas, como Lorenzo Hervás en su libro “Causas de
la Revolución Francesa”, adhirieron a teorías conspirativas
según las cuales existía una conjura internacional de la Filosofía,
complotada con los poderes temporales, para acabar con la religión cristiana11,
y ese era, a juicio de muchos de sus correligionarios, el principal
motivo de los ataques a la Compañía de Jesús, defensora de la religión.
Como se ha podido adivinar, detrás de las críticas de los
filósofos se escondían motivos más terrenales, de orden político y
económico.
Desde el punto de vista político, los jesuitas eran
considerados peligrosos representantes de un poder extraestatal: el Papado.
En el asesinato del rey protestante converso Enrique IV de
Francia en 1610 había actuado un regicida, fanático católico,
Ravaillac, y surgió la sospecha de haber sido manipulado y enviado por los
jesuitas, pues el propio Rey había escrito: “¿No juzgáis conveniente ceder
ante los
jesuitas? ¿Podéis acaso garantizarme la vida? Bien sé que la
anhelan, pues atentaron más de una vez contra ella: tengo la prueba
por experiencia, pudiendo manifestar algunas cicatrices de sus heridas”.
Las doctrinas del jesuita Juan de Mariana en su libro “De
rege et regis institutione” eran consideradas como altamente
peligrosas y subversivas, pues justificaban el tiranicidio.
El éxito del emporio productivo y comercial de los jesuitas,
sus numerosas y ricas posesiones y sus establecimientos de
diversa índole representaban un botín harto codiciado para las autoridades
civiles.
No puede negarse que hubo un movimiento ramificado en varios países que tuvo como objetivo la destrucción de la Compañía
de Jesús, tal como pregonaban los filósofos de la Ilustración.
Menéndez y Pelayo ha sido un defensor de esta tesis12, controvertida
frecuentemente por la historiografía liberal, pero confirmada por el examen
imparcial de los hechos.
En poco tiempo se produce una ola de expulsiones en los
estados europeos. La primera de ellas la encabezó el Marqués de
Pombal, hombre fuerte del gobierno portugués, utilizando como pretexto el
intento de asesinato que había sufrido el rey José I cuando
regresaba de visitar
a su amante, y que fue atribuido sin mayores pruebas a una
conspiración
de los jesuitas. Se lograba así alejarlos de Portugal,
confiscar todos sus
bienes y vengarse por la resistencia que los jesuitas habían
ejercido
a sus políticas antiindigenistas y depredatorias en América,
especialmente contra la entrega de las siete Misiones al oriente del Río
Uruguay y contra la compañía comercial creada por Pombal para
realizar explotaciones en la zona de Maranhao y Pará, al norte del Brasil.13
En 1764, la burguesía francesa, que tenía peso en el
parlamento de París, aprovecha una defraudación hecha por un jesuita en
las Antillas para involucrar a toda la Compañía, y logra que se declare que
la constitución de la misma es contraria al Rey de Francia
por su voto de obediencia al Papa, disponiéndose la confiscación de sus
bienes, la prohibición de la enseñanza y el extrañamiento de todos los
jesuitas que no aceptaran los artículos galicanos o que continuasen en
contacto con
el General de la Orden.14
Estos antecedentes del despotismo ilustrado de la época no
podían pasar desapercibidos para el “déspota ilustrado” versión
madrileña: Carlos III, el llamado “rey político”, que más propiamente
debió llamarse –en lo tocante a América– “mal político”, porque el cúmulo de desaciertos de su reinado y de los subsiguientes abrieron
las puertas a la pérdida, por parte de España, de casi todos sus dominios
de ultramar.
Este juicio podrá parecer excesivamente severo respecto de
un rey que es presentado como “modelo” por la historiografía liberal;
pero, sin restar o desconocer méritos a su voluntad modernizadora, lo cierto es
que algunas de sus políticas respecto de las colonias
–inspiradas en el afán de extraer de América todos los recursos posibles para
incrementar las arcas fiscales de la metrópoli– produjeron un verdadero
cataclismo y una impresionante sucesión de sublevaciones populares.
España ha tenido la desgracia de ser gobernada por dinastías
extranjeras. Los Habsburgo, pese a tal condición, reinaron en los tiempos de máxima expansión de los dominios españoles. Cupo a los
Borbones, casa francesa reinante en España desde 1700, el dudoso
privilegio de
conducir al poderoso imperio a una veloz decadencia.
Carlos III fue, como rey, un excelente alcalde de Madrid.
Realizó grandes obras para modernizar esa ciudad, pero sus medidas
de gobierno para los dominios ultramarinos entrañaron un conjunto de reformas problemáticas, dando por resultado un continente agitado por
terribles convulsiones. La represión consiguiente, desplegada por los
funcionarios “modernos” de este rey “progresista” y sus herederos, es tan
inflexible que hará decir a Monteagudo: “parecía imposible que empezase
a declinar la tiranía, sin que antes se llenasen los sepulcros de cadáveres y se empapase en sangre el cetro de los opresores”.15
Baste una somera enunciación que pondrá en evidencia la
torpeza borbónica. Un aumento de impuestos para las colonias
produjo, a partir de 1780, las insurrecciones de Arequipa, Cuzco, Huaraz, La
Paz y Cochabamba. Como nadie se atreve aún a protestar contra el
monarca
mismo, la queja aparece disimulada bajo la consigna: “Viva
el rey y
muera el mal gobierno”. En agosto de ese año, los hermanos
Tomás,
Nicolás y Dámaso Qatarí se pusieron al frente de la
sublevación de
Chayanta, donde los indios resistieron pagar el doble de los
tributos que
hasta entonces les cobraban. Los tres hermanos terminaron en
el patíbulo. Tres meses más tarde, Túpac Amaru II se rebeló en Tungasuca, proclamando la negativa a pagar tributos y el fin de la
esclavitud; su llamamiento fue respondido por ingentes multitudes, y los
españoles
temblaron como nunca. La ciudad sagrada de Cuzco, histórica
capital
de los Incas, quedó sitiada por el atrevido caudillo. El 10
de febrero de
1781, Jacinto Rodríguez y Sebastián Pagador se pusieron al
frente de
la rebelión de Oruro reclamando que los Cabildos estuvieran
integrados por “naturales del país”. Tupac Qatarí y su esposa Bartolina Sisa, acompañados por treinta mil indios, pusieron sitio a La Paz
en marzo de 1781, apoyando el movimiento cuzqueño. Este punto culminante
de la
rebeldía indígena fue seguido del desastre. El 6 de abril de
1781, tropas
españolas lograron derrotar y capturar a Tupac Amaru II
valiéndose de
una traición. Mes y medio después, él, su esposa Micaela
Bastidas, sus
hijos Hipólito y Fernando y algunos otros cabecillas,
perecieron bárbaramente en la Plaza ceremonial de sus ancestros. Los sitiadores
de La Paz fueron desbaratados por tropas españolas enviadas desde
Buenos Aires después de siete meses de sitio, ejecutados los jefes,
descuartizados y
repartidos por distintas localidades sus miembros, y
reducidos a prisión
y esclavitud sus seguidores. La rebelión de Oruro fue tambien
sofocada.
La turbulencia social se hizo sentir en otras regiones. El
16 de marzo de
1781 se alzó la ciudad neogranadina de El Socorro y luego
las poblaciones de Simacota, San Gil, Pinchote, Confines, Barichara, Chima,
Oiba, Guadalupe, Charalá, Páramo, Vélez, Puente Real, Mogotes,
Onzaga, Zapatoca, Tequia, Sogamoso, San Andrés, Moniquirá y
Concepción.
Veinte mil alzados, encabezados por Juan Francisco Berbeo,
José Antonio Galán, Isidro Molina y Ambrosio Pisco, marcharon sobre Santa Fe de Bogotá, logrando la firma de una capitulación en que el
gobierno se comprometía a suprimir diversos tributos. Meses después, las
traidoras
autoridades encarcelaron a Galán en los Llanos, lo
trasladaron a Bogotá
y lo ejecutaron junto a otros cabecillas. También en este
caso sus cabezas y cuerpos fueron expuestos en las poblaciones para sembrar el
terror. Poco después el gobierno español anulaba sus promesas y
restablecía “a sangre y fuego” los tributos abolidos.
Esta sola enunciación permitirá comprender que los
desaciertos gubernamentales no se paliaban con meras reformas
“administrativas”.
El desconocimiento de los cortesanos madrileños de la
realidad en las
Colonias tuvo una parte importante en esta sumatoria de
conflictos
provocados por los errores de la Corona española. Ya hemos
relatado el
espanto que provocó en un funcionario español comprobar que
se entregaba a los portugueses misiones valiosísimas. Veamos la ignorancia del propio Rey sobre la geografía americana. En la
correspondencia diplomática francesa se conserva un despacho cifrado del
embajador
francés en Madrid, con la siguiente anotación: “Conjeturas
de que los
jesuitas puedan entenderse con los ingleses para mantenerse
en el
Paraguay”. Relata el embajador a su gobierno: “S.C.M. me
hizo el honor
de hablarme de este asunto. Entró en el detalle de los
medios que los
ingleses podrían emplear para socorrer a los jesuitas del
Paraguay. Este
monarca considera que los socorros ingleses sólo se pueden
introducir
en el Paraguay por el río de la Plata, por el Orinoco o por
la Patagonia; y me pareció que él se inclinaba por la última ruta, debido a que
las desembocaduras de los ríos de la Plata y del Orinoco estaban
guardadas por fuertes y por tropas”.16 ¿Cómo harían los jesuitas del
Paraguay,
entendidos supuestamente con los ingleses, para recibir
auxilios de estos
últimos desde el Orinoco atravesando selvas infinitas o
desde la igualmente remota Patagonia? Sólo por la cabeza de un rey que no tiene
la más mínima idea –siquiera geográfica– de los territorios que
gobierna pueden cruzarse semejantes disparates. ¿Puede entenderse
ahora cómo
es que España perdió tan rápidamente sus dominios
ultramarinos?
El encono de los Borbones contra los jesuitas databa de
tiempo
atrás. En 1754 Fernando VI había destituido y arrestado a su
ministro el
marqués de Ensenada, amigo de los jesuitas, y comenzado una
política
de alejamiento de estos últimos. Las sublevaciones de los
guaraníes
durante las Guerras Guaraníticas y la resistencia a aceptar
la entrega a
los portugueses de las Siete Misiones, fueron vistas como un
ejemplo
claro de agitación jesuítica. Cuando asume Carlos III su
reinado, traía
ya consigo largos prejuicios antijesuíticos heredados de su
madre Isabel
de Farnesio, “la parmesana”, esa mujer “ feúcha,
insignificante, que se
atiborra de mantequilla y de queso parmesano y que jamás ha
oído hablar de nada que no sea coser o bordar”, pero que –al parecer– no era tan tonta como suponían sus detractores y tejió hábiles
intrigas, siendo enemiga declarada de los jesuitas. Entre las directrices de
la política
de Carlos III, el regalismo ocupaba un lugar fundamental,
pretendía la
dócil subordinación de la Iglesia española a las necesidades
e intereses
de la Corona. A partir de la firma del Concordato en 1753,
la Corona
avanzaba cada vez más en asumir una clara injerencia en las
instituciones religiosas, pretendiendo separarlas del Papado. Los jesuitas eran destinatarios inevitables de esa política.
Todos los gobiernos deben tener, por necesidad política que
aumenta
cuando son malos, un cuco al cual culpar de los problemas y
los propios errores. La historia muestra una interminable serie de ejemplos de esta salida fácil. Los paganos culparon a los cristianos
hasta del incendio de Roma, los cristianos culparon a los judíos de cuanta
desgracia no podían afrontar, los capitalistas culparon al comunismo y los
comunistas al imperialismo burgués. En el siglo XVIII la moda era
“culpar a los jesuitas”.
En esa cómoda praxis se inscribe el aprovechamiento del
motín de Esquilache por Carlos III. Este rey más bien inoperante
se había rodeado de ministros poco populares, siendo el más célebre
el italiano
marqués de Esquilache (eterna manía de traer extranjeros a
gobernar
España). Después de involucrar al reino en la guerra de los
Siete Años,
aumentar los impuestos, liberar el comercio de alimentos,
eliminar los
precios tasados de los cereales y generar una carestía
generalizada, y en
particular un fuerte aumento del precio del pan, Esquilache
provocó un
levantamiento popular en 1766 (que tuvo como excusa banal
una prohibición de usar capa larga y sombreros de ala ancha, costumbre
madrileña, pero que obedecía en realidad a las dificultades económicas).
El pueblo, amotinado en protestas masivas que se extendieron por varias
regiones
(se ha llegado a hablar de una movilización de treinta mil
personas sólo
en Madrid), puso a la monarquía contra las cuerdas. Algunos
incidentes
terminaron con varias decenas de muertos. La necedad del Rey
admitió
a duras penas y de mala gana que debía reemplazar a
Esquilache. Asumió como nuevo hombre fuerte el conde de Aranda, feroz
antijesuita, de quien Voltaire opinaba: “con media docena de hombres como
Aranda, España quedaría regenerada”. La solución era inevitable:
había que
echarles la culpa a los jesuitas. El motín no era producto
de las pésimas políticas de Carlos III sino de una conjura jesuítica: tal fue
desde entonces la tesis oficial. La suerte de los jesuitas estaba echada: sólo era cuestión
de tiempo. Carlos III, asesorado por Aranda y por el futuro conde de
Floridablanca,
se tomó catorce meses para preparar en el mayor de los
secretos, y sin que se produjera ni una sola filtración, la expulsión de los
jesuitas. Era tal el pavor que les tenían, y el temor a que usaran su
influencia para crear disturbios, que se decidió consumar la expulsión
en forma
sorpresiva para impedirles organizar ninguna resistencia.
El primer paso de la operación antijesuita fue encomendar al
fiscal
del Consejo de Castilla, Pedro Rodríguez de Campomanes
–ambicioso
funcionario que vio en esto la oportunidad de un fulminante
ascenso–
una “pesquisa” secreta para descubrir a los supuestos
instigadores del
levantamiento de Esquilache. Esta pesquisa tenía nombre y
apellido: sólo
se trataba de darle fundamento a una decisión ya tomada.
Campomanes
violó correspondencia, recogió delaciones, pagó sobornos a
soplones
varios, y armó un cuentito según el cual se señalaban “amistades
o
concomitancias de amotinados con jesuitas, frases sueltas,
hablillas
y chismes”.17 Con todo ello presentó su Dictamen ante el
Consejo de
Castilla en enero de 1767 acusando a los jesuitas por los
motines y
atribuyéndoles la intención de cambiar la forma de gobierno.
Apeló a
las tradicionales acusaciones de sostener “la doctrina del
tiranicidio”
de Juan de Mariana, de tener una moral relajada, de su afán
de poder
y riquezas, de haber instigado los alzamientos guaraníticos
de los años
anteriores con la finalidad de erigir un Estado
independiente en América ayudados por los ingleses, de promover la división en
el seno de la Iglesia con las otras órdenes, de haber facilitado la
captura de Manila por los ingleses, de haber mantenido su apoyo al depuesto marqués
de
Ensenada, de servir al Papa en perjuicio de la Corona, y de
haber puesto
en duda el derecho de Carlos III de acceder al trono por ser
hijo adulterino, imputación esta última que se formulaba directamente al
General de la Compañía, el italiano Lorenzo Ricci. El presidente del
Consejo de Castilla, el conde de Aranda, hizo aprobar una resolución
teniendo
por acreditada la acusación y proponiendo la expulsión de
los jesuitas.
Carlos III, para involucrar a todos en una decisión tan
grave, convocó
a una junta especial secreta, presidida por el duque de Alba
e integrada
por el gabinete, que ratificó lo propuesta de expulsión. El
ambicioso
Campomanes (futuro conde de Campomanes, estas tareas se
recompensan bien) recibió el encargo de redactar la Pragmática Sanción de 1767 expulsando a los jesuitas, a la vez que se decretaba la
confiscación de todo el patrimonio de la Compañía. El “rey político” leyó el borrador:
“Habiéndome conformado con el parecer de los de mi Consejo
Real
[…] y de lo que me han expuesto personas del más elevado
carácter, estimulado de gravísimas causas relativas a la obligación en que me
hallo constituido de mantener en subordinación, tranquilidad y
justicia mis pueblos, y otras urgentes, justas y necesarias que reservo
en mi real
ánimo; usando de la suprema autoridad económica que el Todopoderoso
ha depositado en mis manos para la protección de mis
vasallos y respeto
de mi corona, he venido a mandar se extrañen de todos mis
dominios de
España e Indias, Islas Filipinas y demás adyacentes, a los
religiosos de
la Compañía, así sacerdotes, como coadjutores y legos que
hayan hecho
la primera profesión, y a los novicios que quisieren
seguirles, y que se
ocupen todas las temporalidades de la Compañía de mis
dominios. Y
para su ejecución uniforme en todos ellos os doy plena y
privativa autoridad, y para que forméis las instrucciones y órdenes necesarias,
según lo tenéis entendido y estimareis para el más efectivo,
pronto y tranquilo cumplimiento. Y quiero que no sólo las justicias y
tribunales superiores
de estos reinos ejecuten puntualmente vuestros mandatos,
sino que lo
mismo se entienda con los que dirigiereis a los virreyes,
presidentes,
audiencias, gobernadores, corregidores, alcaldes mayores y
otras cualesquiera justicias de aquellos reinos y provincias, y que, en virtud
de sus respectivos requerimientos, cualesquiera tropas,
milicias o paisanaje den el auxilio necesario sin retardo ni tergiversación
alguna, so pena de
caer, el que fuere omiso, en mi real indignación”. Luego
estampó su real
firma y la dató el 27 de febrero de 1767.18 El conde de Aranda se tomó el mes de marzo para realizar en
total secreto los preparativos. En la madrugada del 2 de abril de
1767, las tropas reales allanaron simultáneamente los ciento cuarenta y seis
establecimientos jesuíticos de la península, detuvieron a los dos mil
seiscientos cuarenta y un jesuitas que los habitaban y los embarcaron
amontonados en las bodegas de los buques para despacharlos a Roma. Sólo
les fue
permitido llevar consigo sus objetos personales y un libro,
y se les hizo
saber que si intentaban regresar serían ejecutados. El rey
le avisó al Papa
la decisión ya tomada. Clemente XIII respondió
diplomáticamente sin
defender en absoluto a sus leales siervos, pero cuando se
enteró de que
los querían encajar a él en los Estados Pontificios, se negó
en forma airada.
Cuando los jesuitas llegaron a Civitavecchia, esperando
ser recibidos
amorosamente, se encontraron con los cañones del Papa.
Comenzó un
largo vía crucis, con los jesuitas embarcados sin destino,
hacinados en
las bodegas, bajo el sol del Mediterráneo o las fuertes
tormentas, sin que
ningún puerto los quisiera recibir. Los barcos estuvieron
rodeando la
costa de Córcega durante varios meses, y recién a fines de
1767 fueron
autorizados a desembarcar. Allí pasaron poco más de un año,
en condiciones lamentables, hasta que Clemente XIII finalmente accedió a que desembarcaran en sus dominios.19
Un número similar de jesuitas fue deportado desde las
Indias. Su
travesía fue todavía peor. A medida que llegaba la
Pragmática de Expulsión a los virreyes y gobernadores, estos ponían manos a la
obra en “operativos sorpresa” similares a los llevados a cabo en
España, antes que los jesuitas americanos tomaran conocimiento de lo que
estaba sucediendo debido a la lentitud de las comunicaciones.
En Buenos Aires, el antijesuita Francisco de Paula Bucarelli
había
sido designado Gobernador en reemplazo de Pedro Ceballos,
héroe de
la lucha contra los portugueses a quien se sindicaba de
amigo de los
jesuitas. La noche del dos de julio allanó por sorpresa la
residencia de
la Compañía en Buenos Aires y mandó hacer lo propio en
Montevideo,
Córdoba y Santa Fe. Pero lo que más le preocupaba era la
posibilidad
de un levantamiento popular en las Misiones guaraníticas,
cuyos treinta pueblos albergaban a la sazón 87.026 personas. Para desmantelar
el control jesuítico, partió al mando de una expedición con
1500 soldados, deteniendo al Principal de la Orden en la misión de Yapeyú
(pueblo natal
de José de San Martín) y sucesivamente en los restantes
pueblos a todos
los jesuitas, que fueron reemplazados por franciscanos,
dominicos y
mercedarios. No se excluyó ni a los ancianos que habían
consagrado sus
vidas al apostolado ni a los enfermos. Los bienes fueron
prolijamente
inventariados y pasaron a propiedad de la Corona, la cual
los vendió
a estancieros y comerciantes a través de la Junta de
Temporalidades.
Las comunidades quedaron desamparadas, y los indios que no
se escaparon
del nuevo orden debieron emplearse, con los años, en
un estado
de cuasi servidumbre a los estancieros. Bucarelli dio por
cumplidas
sus órdenes en agosto de 1768, habiendo desarticulado por
completo los
dominios jesuíticos, copado todas las misiones, colegios y
universidades
y reorganizado la administración de los territorios.20
Lo propio ocurrió a lo largo y ancho de América. En México y
en
otras ciudades de la Nueva España la orden se cumplió entre
el 25 y
el 28 de junio de 1767, pero en las provincias remotas se
realizó en los
meses siguientes. “La expulsión fue súbita y violenta en las
provincias
de Sinaloa, Ostimuri y Sonora, lo que provocó efectos
inmediatos en las
comunidades indígenas. Los jesuitas daban coherencia y
unidad al sistema de misiones que, con una administración centralizada,
presentaba un
solo frente a los colonos que buscaban su desaparición. La
salida de los
misioneros desarticuló la organización de los pueblos
indígenas y los
redujo a comunidades aisladas y vulnerables al asedio de los
colonos.
Desapareció también la disciplina misional que normaba la
vida interna
de las comunidades y, aunque esta supresión gustó a muchos
indios,
la falta de dirección provocó la pérdida de los bienes de
comunidad”.
(…) El 23 de junio de 1769, el visitador general José de
Gálvez ordenó
que las tierras de las misiones, que eran propiedad
colectiva de cada
comunidad, se fraccionaran en parcelas y se repartieran en
propiedad
privada. Los primeros adjudicatarios serían los indios, pero
también los
españoles y mestizos podrían recibir tierras (…) El
comandante Pedro
de Nava, con objeto de obligar a los indios a que aceptaran
la propiedad
privada, en 1794 declaró abolida la propiedad comunitaria de
la tierra
y el agua; es decir, las comunidades indígenas quedaron
desprovistas
del título legal que amparaba la propiedad de sus tierras y
aguas;
si no aceptaban la propiedad privada, las tierras pasaban a
ser realengas, o sea propiedad del rey, y podían ser entregadas a quien las solicitase. (…) La introducción de españoles mestizos y
mulatos en las comunidades tendía a promover la aculturación de los indios,
es decir,
a debilitar la identidad cultural de las comunidades. En la
tradición de
los indígenas la tierra y el agua no eran patrimonio
individual y menos
aún mercancías susceptibles de compraventa. (…) Lo
previsible era que,
desprovistos del apoyo de su comunidad, fueran obligados por
los colonos a vender su tierra o que por fraude o violencia fueran despojados,
y que así la tierra y el agua pasaran a manos de blancos y
mestizos. Así, en este periodo (1767-1821) comenzó la destrucción de las
comunidades
indígenas, la pérdida de la propiedad de la tierra y del
agua, la pérdida
incluso de la cultura propia. Desprovistos de su comunidad,
de su tierra
y de su cultura, los indígenas no tuvieron otra alternativa
que alquilarse como peones al servicio de los colonos”.21
La expulsión despertó un gran entusiasmo en la Corte de Lisboa, y
La expulsión despertó un gran entusiasmo en la Corte de Lisboa, y
el marqués de Pombal ofreció toda su ayuda para llevarla a
la práctica en
las misiones del Paraguay, para sacarse de encima a los
peores enemigos
de la expansión esclavista portuguesa. Según el embajador
francés en
Madrid, “el señor conde de Oeyras había ofrecido a S.C.M.
todos los
socorros y buenos oficios del Rey su señor para facilitar y
asegurar la
expulsión de los jesuitas del Paraguay y que este ministro
había propuesto al mismo tiempo obrar de acuerdo en Roma para obtener del Papa la extinción de esta Orden”.22 España aceptó el auxilio
portugués en las misiones selváticas Maynas y Omaguas, diseminadas por el
Amazonas y Marañón con sus afluentes el Napo, Putumayo,
Pastaza y
Huallaga, que abarcaban más de cuarenta pueblos e idiomas,
correspondientes a los encabellados, crejones, pelados, canelos, cofanes,
iquitos, ticuonas, jíbaros, etc., las cuales fueron rápidamente
desmanteladas y sus misioneros embarcados y despachados a través del Amazonas
hacia
el Atlántico, en las condiciones más indignas imaginables.
23 Se los obligó a quemar todos sus papeles, perdiéndose un tesoro
incalculable
de crónicas y datos. Aunque los misioneros del Marañón se
enteraron
de la expulsión con antelación, no quisieron resistir en
modo alguno la
orden y se limitaron a preparar sus valijas manteniendo el
secreto. Pero
finalmente los indios se enteraron “y su primera reacción
fue retirarse
a la selva reduciendo los pueblos a cenizas, e incluso hacer
frente a los
españoles con las armas, como propusieron los jíbaros”. Los
padres fueron deportados en pésimas embarcaciones, como relata el Padre Uriarte en su diario: “Íbamos de manera que no nos podíamos sentar
ni tener la cabeza derecha, pero nos dejaban salir al combés de donde
volvíamos a
entrar a gatas en nuestro escondrijo para dormir o rezar”.
En sus paradas
eran alojados en calabozos infectos, entre las heces y la
orina: “como
todo estaba cerrado, y había que atender a las necesidades
naturales en
veinticuatro horas que pasaban a cada sacada, considérese
qué sentiría
el olfato”. “El calor y la humareda de tanta lámpara en lo
alto de las
paredes y estar bajo la línea (ecuatorial) en el tiempo más
ardiente, no
cesando de sudar, nos fue debilitando tanto, que pensamos
morir todos
en la prisión; se meneaban dientes y muelas (…) Como la ropa
que uno
traía se empapaba tanto con el calor, tomó el Teniente el
cuidado de sacarla a secar al sol, y aun de lavarla y remendarla cada semana”.
Nadie podía ver a los expulsos ni hablarles so pena de la vida.24
Los jesuitas de la zona ecuatoriana fueron despachados desde
Quito y otras ciudades hacia Guayaquil, de allí a Panamá y Portobello y luego Cartagena, La Habana, y Puerto de Santa María. En
Panamá, por el maltrato y escasez de comida, comenzaron a enfermar y
morir. El
primero en morir fue el Provincial de Quito, ordenando el
Gobernador
que no se doblasen las campanas porque había muerto
excomulgado. En
Portobello, los embarcaron en barcos recién llegados con
cargamentos
de esclavos negros atacados de la peste, lo que hizo que se
contagiaran
y murieran en el mar varios Padres. Lo propio pasó en el
viaje de varios
meses desde La Habana a Cádiz, “padeciendo temporales y
fuertes privaciones de comida, habiéndose además declarado la peste, muriendo del vómito negro y hambre” algunos infelices.25
Tales relatos se podrían multiplicar por cientos, pues el
maltrato
recibido, la falta de comida y de atención, el encierro
permanente, la
prohibición de que nadie les tratase o hablase, las bodegas
estrechas en que
fueron confinados en mar y las prisiones repugnantes que les
destinaron
en tierra, mes tras mes durante una travesía inacabable,
posiblemente no
tengan parangón, en cuanto a dureza.
Las Misiones de Moxos, aunque menos famosas que las del
Paraguay, estaban “formadas por treinta etnias diferentes, redistribuidas y agrupadas en quince pueblos vecinos”26, y se caracterizaron,
como sus vecinas Misiones de Chiquitos, “por su buena asimilación y
aceptación
de la doctrina cristiana, buen rendimiento agropecuario y
trabajo comunitario y en especial por sus grandes avances y logros a nivel
artístico, destacándose la producción musical”. En la noche del 4 de
septiembre de 1767 debía arrestarse en simultáneo a todos los jesuitas
de la audiencia de Charcas, remitiéndolos por Oruro hacia Arica, a disposición
del Virrey del Perú. Unos indios misionarios que retornaban del
Puerto de Payla en el rio Guapay presenciaron el primer arresto de
Padres y fueron
perseguidos a los tiros para que no llevaran la noticia a
Loreto. Consiguieron escapar a nado y, después de muchos días huyendo por la
selva, llegaron exhaustos con la noticia de que venían los blancos
a matar a todos los de Mojos y a llevarse a los Padres. Uno de ellos
cayó muerto de
extenuación al pisar Loreto. La población empezó a huir o a
sublevarse.
“Salieron a la plaza jóvenes y viejos, armados de flechas y
machetes,
en actitud de querer defenderse por la fuerza”. Como en el
Amazonas,
fueron los propios jesuitas los que tuvieron que frenar la
rebelión. El
extrañamiento de Moxos fue tan complicado por la naturaleza
del terreno, las selvas y los pantanos, que sólo se concluyó ocho meses después de la fecha estipulada, en medio de “un estado de abandono
instantáneo en los pueblos misionados: las siembras y recortas se
paralizaron, las
reservas de Paila fueron vaciadas en beneficio de la armada
y los de los
nuevos curas”, que “no quisieron ni intentaron aprender el
idioma de los
indígenas, anulando así el catecismo y todo tipo de
aprendizaje”. Los
indígenas se vieron obligados a realizar trabajos forzados
en beneficio
de los nuevos curas. El nuevo gobernador que vino de España
no quiso
ni acercarse a ese territorio que, tras los jesuitas, había
quedado en completa miseria, y se quedó en Cochabamba. En poco tiempo “los
infelices indios perdieron aquella inocencia de su buena educación. El vicio florecía a la sombra del ocio, con el olvido de las
preciosas artes que
solo para utilidad del cura hacían despertar aquellos
miserables con el
rigor de la violencia”. Un nuevo gobernador, Lázaro de
Rivera, observa
tiempo después: “Estos pueblos [San Borja y Reyes] fueron
los más ricos
y opulentos de la provincia y parece que la fortuna de ellos
se hubiese
fijado para siempre, si el furor y los delitos, favorecidos
de la impunidad no hubiesen tomado con tanto empeño su ruina y destrucción… Su población la debilitaron en términos que faltaron indios
aun para los menesteres más precisos”. La servidumbre,
miseria y
explotación se extendieron e incrementaron cuando llegó la
República:
la mano de obra indígena fue utilizada para las nuevas
explotaciones
de quina y caucho, abandonando todo el sistema productivo
anterior; se
declararon baldías las viejas misiones y el territorio
amazónico “vacío”,
como si los indios no existieran. “Fueron enviados por
centenas a las
siringas, contratados en el célebre sistema de enganche,
hasta fines del
siglo XIX”, haciéndoles firmar contratos de trabajo leoninos
después de
emborracharlos. Las estancias ganaderas que habían
pertenecido a los
jesuitas quedaron en manos de codiciosos empresarios.27
En Europa, la persecución antijesuítica continuó largamente.
Los
monarcas complotados intentaron forzar a Clemente XIII a
suprimir
la orden, a lo que este se negó. Pero su muerte puso en
movimiento
las intrigas cortesanas para lograr que fuera electo un Papa
antijesuita.
Cuando se reunió el cónclave, los Borbones actuaron para
obtener el
compromiso de liquidación jesuítica. El cardenal Lorenzo
Ganganelli
dio garantías a los embajadores y fue finalmente elegido con
el nombre
de Clemente XIV. José Moñino, premiado por el servicio como
Conde
de Floridablanca, se ocupó de obtener del pontífice el
cumplimiento de
ese objetivo. En agosto de 1773. Clemente XIV promulgó el
breve “Dominus ac Redemptor” suprimiendo la Compañía de Jesús y convirtiendo a los jesuitas en seglares. Aunque el nuevo Papa debía su
cardelanato a la influencia del General de la Compañía, Lorenzo Ricci,
parece ser que
poco recordó de ese antiguo favor, pues mandó detener a
Ricci con todos
sus consejeros y confinarlo en el Castel Sant Angelo, con
prohibición de
salir ni siquiera para la misa. El anciano estaba tan
severamente vigilado
y aislado que sólo supo de la muerte de su secretario seis
meses después
de producida. Dos años más tarde falleció, no sin proclamar
en los más
vehementes términos su inocencia y la de la Compañía.28
Algunos Padres se refugiaron en el reino de Prusia y en el
Imperio
Ruso. De hecho, mientras el “mejor alcalde de Madrid”,
Carlos III el Pequeño, hacía lo imposible por borrar de la faz de la tierra a
los jesuitas, el emperador Federico el Grande y la emperatriz Catalina la
Grande, pese a ser “ilustrados” y no profesar la religión católica,
los acogieron
con suma benevolencia, pues conocían sus altas dotes
intelectuales,
su gran formación y la valiosa obra educativa que
desplegaban en sus
territorios. En 1776 Federico II terminó cediendo a las
empecinadas
presiones de los Borbones, pero Catalina II se mantuvo
firme, de manera
tal que la Rusia Blanca fue la única región en el mundo
donde pudo subsistir la Compañía, gracias a que la emperatriz impidió que se
publicase, y por ende tuviese vigencia, el breve papal.29
¿Se comprende, ahora, por qué el Padre Manuel Lacunza no
tuvo dificultades en interpretar el Apocalipsis en términos
sumamente severos para con los reyes del mundo y aún el propio Papado,
presumiendo que aquellos poderes se pondrían al servicio del Anticristo? ¿Se
comprende, ahora, por qué razón el lacuncista Manuel
Belgrano halló en tan deplorable estado los pueblos de las Misiones, con
los indios sometidos a la más cruel esclavitud, y se vio obligado a decretar la
pena de muerte para todo aquel blanco que osase azotarlos, como
acostumbraban
a hacer los terratenientes tras la expulsión de sus
protectores?
Antes de concluir este capítulo, regresemos una vez más a
las Misiones de Moxos, para ejemplificar en ellas algo que era extensivo en
mayor o menor medida a todos los pueblos administrados por los
jesuitas: la educación artística y musical.
De los indios considerados “bárbaros” por el resto de la
sociedad
colonial, los jesuitas hicieron excelentes artesanos,
talladores, escultores
y músicos. Para la enseñanza musical, “adecuaron elementos
de la ratio
atque Institutio Studiorum así como las teorías clásicas
griegas de la
música teórica y práctica”, con la finalidad de facilitar el
aprendizaje
rápido de la doctrina y favorecer la experiencia religiosa,
adaptada al
sistema de tradición oral. En los archivos de Concepción de
Chiquitos
se conservan más de tres mil partituras producidas en las
Misiones, y
en los Archivos parroquiales de San Ignacio de Moxos, más de
siete mil
partituras y más de doscientos cancioneros y libros de
oraciones para
ser cantadas en las misas y las festividades del calendario
litúrgico: casi
en su totalidad producciones anónimas, salvo unas pocas de
autoría
del músico jesuita Dominico Zipoli. Con la expulsión de los
jesuitas,
sin embargo, todo pareció desaparecer. Increíblemente, en el
año 2006,
desparramados en la selva, en el seno de comunidades
fundadas por los
descendientes de los indígenas misionados, en los ríos
Ichoa, Secure,
Parque Nacional Secure TIPNIS y el Bosque de Chimanes, se
encontraron cerca de cuatro mil partituras y un centenar de doctrineros
perfectamente conservados, que los indios se habían llevado consigo a la selva al escapar de sus opresores tras la expulsión de los
jesuitas, como
una manera de preservar las creencias aprendidas con los
Padres. “Los
jesuitas les habían enseñado la doctrina cantando, en
consecuencia, las
partituras y los doctrinarios en latín, eran tan sagrados
como la Biblia”,
y su veneración se transmitió de generación en generación
durante más
de dos siglos. No todo estaba perdido.
En pleno auge de la despiadada explotación cauchera, a fines
del
siglo XIX, apareció en Moxos, entre los indígenas de
Trinidad, un profeta que hablaba con Dios. Se llamaba Andrés Guayocho, y era
“milenarista”, como el propio Manuel Lacunza había sido acusado de serlo. Guayocho los convenció de que existía una “Loma Santa” en lo
profundo de la selva: tierra de promisión protegida por el
Arcángel San
Miguel, donde ningún carayana “blanco” era admitido. Para
buscarla,
los indígenas comenzaron a fugarse masivamente por las
noches, en
procesión y con blancas vestiduras. Desde luego, las autoridades de Beni no podían permitir que
sus
trabajadores semiesclavizados se fueran así como así. El
prefecto Daniel
Suárez, rico propietario de la compañía cauchera más
importante de la
región, los persiguió y los hizo arrestar. Más de sesenta
indios fueron
azotados: quinientos latigazos a los hombres y doscientos
cincuenta a
las mujeres. Diez de ellos murieron. El profeta Guayocho fue
asesinado.
Hacia 1893, liderados por otro indígena, José Santos Noco,
los
indios volvieron a huir a la selva. Un cronista blanco
comentaba indignado: “Actualmente se ha comprobado que más de sesenta familias
(…) han emigrado definitivamente hacia las nacientes del rio
Apere (…) En dicho punto están echando las bases de una nueva población y
la han
bautizado con el nombre de Tierra Santa. Llamamos la
atención de las
autoridades respectivas, políticas y eclesiásticas, para que
de inmediato,
estudien la forma de cortar este desbande de indígenas,
precisamente
en esta época en que nuestras industrias agonizan por la
absoluta falta
de brazos”.30
Los indios fugitivos dejaron todos sus bienes y posesiones.
Pero se
llevaron consigo la música: las partituras, los cancioneros,
los instrumentos musicales…
Tal vez, después de todo, los jesuitas no habían sido
derrotados…
.............................................................................................................................
1 Ravier, André, Revuelta González, Manuel, “Ignacio de Loyola: fundador de la Compañía de Jesús”.
2 Ver tambien O·Malley, John, “Los primeros jesuitas”, Ediciones mensajero, Bilbal
1993, p. 41 y si. g
3 Ribadeneira Pedro, Vida de San Ignacio de Loyola, Barcelona, Subirana editores 1863,
pág. 242.
4 “Diccionario de espiritualidad ignaciana, Volumen 1, por Grupo de Espiritualidad
Ignaciana, p. 508.
5 “Expulsión y exilio de los jesuitas de los dominios de Carlos III”, portal temático de
la Biblioteca Virtual Cervantes, Notas sobre Historia de la Compañía. La supresión de los
jesuitas en Francia (1764)”.
6 Memorias escritas por él mismo en Santa Helena.
7 Giménez López, Enrique, “Los jesuitas y la Ilustración”, Biblioteca Virtual Cervantes.
8 Ídem.
9 Ídem.
10 Ídem.
11 Hervás y Panduro, Lorenzo, “Causas de la Revolución de Francia, etc”.
12 Cervera, César: “Las razones que escondía Carlos III para expulsar a los jesuitas de
España”, diario ABC, Madrid, 15-01-15. 13 Notas sobre Historia de la Compañía, La expulsión de los jesuitas de Portugal (1759)
portal temático de la Biblioteca Virtual Cervantes. Tambien: Ferrer Benimeli José A. “La
expulsión de los jesuitas de las misiones del Amazonas (1768-1769) a través de Pará y Lisboa”.
14 Notas sobre Historia de la Compañía, en portal temático citado: “La supresión de los
jesuitas en Francia (1764)”.
15 Garin, Javier, “El discípulo del diablo: vida de Monteagudo, idéologo de la unión
sudamericana”, pág. 24.
16 Ferrer Benimeli José A. op. cit.
17 Domínguez Ortiz, Antonio “Carlos III y la España de la Ilustración”. Madrid: Alianza
Editorial. Pp. 138/9.
18 Pragmática de Carlos III del 2 de abril de 1767: “Pragmática Sanción de su Majestad,
en fuerza, de ley, para el extrañamiento de estos reinos á los regulares de la Compañía, ocupación de sus temporalidades, y prohibición de su restablecimiento en tiempo alguno”.
19 Cervera, César, nota citada.
20 Galvez Lucia, “De la tierra sin mal al paraíso, guaraníes y jesuitas”, Aguilar. Ver
tambien Furlong, op cit. Ver tambien Poenitz Alfredo, “Los guaraníes ante la expulsión de los
jesuitas”, publicado en El territorio, 25/08/2013
21 Ortega Noriega, Sergio, “Breve historia de Sinaloa”, capítulo; “La expulsión de los
jesuitas y las comunidades indígenas”, Méjico, 1999. 22 Ferrer Benimeli José A, op. Cit.
23 Ídem.
24 Ídem.
25 Ídem.
26 Antezana, Liz, “Consecuencias cataclísmicas de la expulsión de los jesuitas: el caso
de los Moxos”, publicado en “e-Spania”, el 12 de diciembre de 2011.
27 Todas las citas, ídem
28 Testore, Celestino. voz “Ricci, Lorenzo” en Enciclopedia Cattolica, vol. X, Sansoni,
Roma 1953, 29 Cabezudo, José María, “De cómo Catalina la Grande salvó a la Compañía”, publicado
en “La Nueva España”, 20/03/2014.
ANTICRISTO. HISTORIA DE UNA PROFECÍA JESUÍTICA SUDAMERICANA DE JAVIER GARIN
Muy bueno Javier, excelente este capitulo. Espero con ansias algún escrito sobre como el Papado apoyaba las colonias Españolas en América, y se oponía a la independencia Americana. Saludos.
ResponderBorrarmuchas gracias!!! te puedo recomendar o pasar un pdf sobre ese tema, mas allá de lo que en Anticristo.
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