El llamado del tren (por Javier Garin)
El llamado del tren
Por Javier Garin.
Lo recuerdo.
Yo era un niño que intentaba conciliar el sueño en nuestra casa de la calle Posadas, en Lomas de Zamora.
Las vías del ferrocarril quedaban muy lejos. Pero a la noche, tarde, se apagaban los televisores, los autos dejaban de circular y los ruidos del suburbio enmudecían de uno en uno. Y un silencio delicado, cristalino y maravilloso caía sobre los barrios del Sur. Era entonces que, en ocasiones, llegaba hasta mi cama el ulular del tren.
¡El tren! Su sirena resonaba larga y profunda en las madrugadas. A veces era una queja amarga, melancólica, de dinosaurio herido, e insuflaba a mi alma una tristeza infinita, inexpresable. El “misterio de adiós que siembra el tren”: así lo llamó Manzi, habitante de otros arrabales y otras vías...
Pero la mayor parte de las veces era un llamado, una incitación, que encendía mi loco anhelo de huir a lo desconocido: hacia territorios ignotos, inefables, plagados de aventuras.
El tren me llamaba pero luego se iba, dejándome -como en los versos de Catulo Castillo- “viejas, vagas añoranzas…”
Mi imaginación se profugaba, arrastrada por los trenes que hendían las sombras, hacia remotos destinos: Mar del Plata, Bahía Blanca, Ingeniero Jacobacci, Zapala o Bariloche. Largas y quejumbrosas orugas atravesando oscuras pampas y recortadas mesetas.
Tiempo después, en “La feria de las tinieblas”, de Bradbury, leí la llegada de un tren nocturno que me sonó demasiado familiar:
“…Allá, a orillas del mundo, corría el hermoso destello de las vías del tren, como el rastro de una babosa, y los semáforos movían bajo las estrellas unos brazos de color limón o de color cereza.
“Allá, en el precipicio que bordeaba la tierra, se alzó una pequeña pluma de vapor como el primer anuncio de una tormenta próxima.“
Supongo que los niños en los puertos sueñan con mares lejanos al oír las sirenas de los buques. Yo soñaba con vastas extensiones patagónicas, malezales tiritantes y bosques sombríos.
Muchos años después, la vida me deparó la dicha de conocer hasta el último rincón de mi patria, de recorrer el continente americano desde la selva profunda hasta las cúspides heladas, de visitar las tierras de mis ancestros europeos, las islas de Ulises, las antiguas ruinas de la Magna Grecia, el reino majestuoso del Inca. El mundo me mostró mucho más de lo que entonces podía imaginar.
Y sin embargo, todavía hoy añoro el sonido del tren, con su tristeza y su incitación.
No lo he vuelto a percibir, por más que en algunas noches aguzo el oído.
Tal vez haya algo en los reinos imaginarios que ningún paraje real puede igualar jamás: un temblor nervioso nacido del arcano, de la incógnita, una emoción indefinida que nos vuelve vagabundos insaciables.
Mi infancia, lo recuerdo bien, estaba poblada de percepciones misteriosas. Una sirena, el perfume de las flores, una bocanada de aire de tormenta y olor a tierra mojada: todo acuciaba mi sensibilidad.
Recuerdo el momento preciso en que la sensación de lo nuevo e inminente me asaltó en mitad de la calle, mientras cruzaba la Avenida Hipólito Yrigoyen esquina Boedo, en cierto anochecer de una primavera adolescente.
El aire tuvo de pronto un aroma particular, desconocido, una rara tibieza; el viento me despeinó y acarició, como si soplara sólo para mí; tuve la sensación intensa de que en ese mismo segundo comenzaba algo nuevo y fantástico, un cambio de estación, de vida.
Fue en ese instante y en ese lugar que supe que mi infancia suburbana había terminado, y que empezaba una aventura nueva, mas grave y tremenda, de la cual no tenía idea alguna.
¿Por qué me invadió esa sensación tan rara, que aún hoy recuerdo con vivacidad, presagiando cambios que no acaecían en el mundo exterior sino en la azorada intimidad de mi espíritu? ¿Otras personas tendrán sensaciones equivalentes?
El tiempo pasó. Se marchitaron, herrumbraron o enmudecieron las antenas que captaban esas vibraciones misteriosas. Y nunca volví a escuchar el lejano llamado de los trenes . Y nunca el aire volvió a envolverme en una encrucijada de la vida, como si trajese en sus ráfagas, en sus moléculas invisibles, un mensaje cifrado, fausto y gozoso, reservado sólo a mi corazón.
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