EL PROMONTORIO DE PUERTO MARINO. Por Javier Garin.


Por Javier Garin




Anoche tuve un poco de fiebre y me asaltaron varios sueños raros, entre ellos este que convertí en relato:


              Los locales lo llamaban “puerto marino” pero no era en verdad un puerto y ninguna embarcación podía acercarse a aquel escarpado promontorio que caía a pico sobre una entrada de mar erizada de rocas. Un caminito unía aquel sitio desapacible, bañado por un mar furioso, con la aldea, situada más abajo, en el verdadero puerto, que no era marino sino fluvial, porque se abría sobre el estuario del rio y desembocaba en el mar abierto luego de un tramo de fangosas aguas dulces. Allí sí había embarcaciones pequeñas que zarpaban de madrugada vacías y retornaban henchidas de peces, cuando había buena pesca, aunque también, durante largos periodos de escasez, podía suceder que a duras penas capturaran lo suficiente para que el pueblo no muriese de hambre. Decían entonces que el Espíritu del Mar estaba enojado y se resignaban a vivir en el límite de subsistencia. El barco donde viajaba Andrés había tenido que recalar en aquel puerto de pesca, que no figuraba en los mapas de navegación, a causa de una emergencia. Fue entonces que Andrés conoció a la joven lugareña, hermosa como una flor, y que se llamaba, justamente, Azucena. Era delicada y de una belleza luminosa, y Andrés se sorprendió de que fuese soltera. Él también venía de un pueblo pequeño y sabía que las adolescentes hermosas se casan rápidamente y se llenan de hijos. Los lugareños eran gente muy amable, afectuosa y confianzuda, y todos sin excepción lo hicieron sentir como en su casa. El capitán de su buque intentó disuadirlo por todos los medios de quedarse allí y le contó leyendas de aldeas en apariencia bonachonas donde los marinos desaparecían misteriosamente. Pero Andrés había encontrado su paraíso y decidió casarse con la joven y aprender el rudo oficio de los pescadores. El padre y el tío de la joven lo acogieron como uno más de la familia y cuando su buque ya se había hecho a la mar y el capitán era apenas un punto lejano de pie sobre la borda, observándolo con sus prismáticos, Andrés y Azucena se unieron en matrimonio ante el cura del lugar. Hubo grandes fiestas y todos lo recibieron como un nuevo hijo, y las viudas del pueblo lo miraban desde un rincón debajo de sus velos negros, cuchicheando entre sí aprobatoriamente. Luego vino la luna de miel y los primeros tiempos del matrimonio, y el padre y el tío de la joven le enseñaron los secretos del mar. Otra vez había sobrevenido la escasez, y la pesca apenas alcanzaba, pero todos estaban seguros de que el Espíritu del Mar se reconciliaría con ellos. Pasados unos tres meses la joven reveló que estaba encinta y su familia y el pueblo festejaron hasta altas horas de la madrugada. Luego, en algún momento de la noche, Andrés, embriagado, preguntó a su suegro dónde estaba Azucena, a quien hacía rato había perdido de vista, y el viejo pescador le dijo que se había ido con las viudas y no se preocupara. Luego todos los hombres del pueblo se fueron por el caminito que trepaba hasta el alto promontorio, y al preguntar Andrés le dijeron que iban a Puerto Marino, para celebrar la buena nueva y pedir la aprobación del Espíritu del Mar. Iban cantando y haciendo bromas, y luego su suegro lo tomó del brazo y le dijo que ante él estaba el Espíritu del Mar y que lo esperaba. Olas embravecidas y gigantes, y remolinos cuajados de espuma, se estrellaban contra las piedras. Su suegro le dijo que siempre en aquellos momentos se retiraba la marea lo suficiente para dejar expuesto el lecho del océano por un instante, y era allí donde moraba el Espíritu del Mar. El agua se retiró y terribles rocas con apariencia de dientes se dejaron ver unos instantes. El suegro de Andrés le dio un empujón y el joven se precipitó interminablemente hacia esas fauces de piedra. Cuando golpeó contra ellas sintió su cuerpo deshacerse por completo, pero aún estaba vivo. Entonces las olas se abatieron sobre él y el Espíritu del Mar tendió sus garras codiciosas y las hundió en la carne deshecha y se lo llevó hacía las profundidades oscuras. Los hombres del pueblo se retiraron en silencio y al cabo de un tiempo nació el hijo de Andrés y Azucena y ella se casó en segundas nupcias con un antiguo novio. Y ese año el Espíritu del Mar se mostró satisfecho y proveyó abundante pesca, porque Andrés era un joven de noble carácter y hermosa figura y el Espíritu del Mar estaba muy complacido de tenerlo consigo. 

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