LA HISTORIA DE MI ABUELO PARTE 2. DE CÓMO MI ABUELO FUE DESPRECIADO POR SU COLOR DE PIEL, ABANDONADO EN CUBA Y RESCATADO GRACIAS A UN MEDIUM Y DE CÓMO LLEGÓ A BUENOS AIRES, porJavier Garin

 


 LA HISTORIA DE MI ABUELO CAMILO: Entre espíritus y anarquistas

(FRAGMENTO del capítulo 2 del libro "La enseñanza del jardinero)

PARTE 2: DE CÓMO MI ABUELO FUE ABANDONADO EN CUBA Y RESCATADO GRACIAS A LA VISION DE UN MEDIUM

Por Javier Garin



Un hecho que produjo las más graves consecuencias en la vida de mi abuelo es que era muy, muy moreno. Pilar, delgada, blanca, rubia, de ojos azules, más parecía inglesa que peninsular. Manuel era rubio y de piel blanca, lo mismo que todos sus hermanos. No podía ignorarse el hecho de que nadie en la familia era tan moreno como Camilo. Pilar alegaba tener un abuelo morisco, pero no había fotografías para comprobarlo.

A medida que Camilo fue creciendo, su cabello ensortijado resultó cada vez más llamativo. No es posible exagerar el daño que ello le ocasionó. Toda la vida lo llamaron “negro”, y este apelativo, que terminó aceptando con resignación, fue un emblema de desprecio que pesó siempre sobre él.

Su color de piel parecía el perenne recordatorio de una infidelidad materna en aquella isla donde no escasean los descendientes de africanos.

Tal vez por eso nunca se llevó bien con su padre, hasta el remoto día en que Manuel, ya en su lecho de muerte, concluyó por arrepentirse de todas las brutalidades cometidas contra él.

Ese apodo, “negro”, fue el calamitoso señalamiento con que toda la familia paterna hizo patente su desdén hacia el pequeño Camilo, que no sólo era moreno sino también, quizás, hijo adulterino.

“El negro Camilo”. Así lo llamaron con los años sus amigos. Sus enemigos eran más directos: “ese negro de mierda”.

¿En cuántas peleas se habrá trabado mi abuelo a lo largo de su vida, para hacer pagar a sus ofensores el mote de “negro”?

En mi inconsciencia infantil, yo me he reído alguna vez, siendo niño, de sus esfuerzos por negar la oscuridad de su piel. Hoy comprendo que lo hacía porque para él era una llaga viva, una señal del desprecio padecido. Se peinaba muy cuidadosamente para que su cabello pareciera ondulado y no ensortijado, e insistía en que el color de su tez era producto de largas exposiciones al sol debido a sus trabajos, mientras señalaba de manera pueril:

-Mirá mis pantorrillas. ¿Te das cuenta de lo blancas que son?

Debo decir, a favor de su insistencia, que su hermana menor, Mercedes, sin ser morena como él, tenía muchos rasgos faciales en común.  En cambio, su hermano menor, Manolito, era rubio y de ojos celestes y no se le asemejaba en nada. Ninguno de sus hermanos nació en Cuba, sino años después en Buenos Aires.

Pero no importa aquí desentrañar si fue o no un hijo adulterino y si tenía o no sangre africana en sus venas. Lo único cierto es que sufrió de por vida el estigma de ser sospechado de ambas cosas, y padeció por ello los peores malos tratos que puede sufrir una criatura.


 

            Pons, el campeón de florete universal, llamó un día a mi bisabuela y le dijo:

-Ya has tenido a tu niño y el mío está por nacer. Es preciso que te mudes a nuestra casa para que puedas darle el pecho a cualquier hora, como acordamos.

Mi bisabuela iba a cobrar por ello un dinero nada desdeñable en la situación en que se encontraban.

Se encargó de buscar una familia que a su vez cuidara a su hijo, ya que el patrón no quería que compartiera la leche. Tal vez el campeón de florete pensaba que alternar la teta con un niño pobre podía llegar a contagiar a su hijo de vaya a saber qué tara o enfermedad. Los ricos tienen verdadera pavura de contagiarse la pobreza.

Los cuidadores de mi abuelo, a quienes Pilar había conocido de manera casual, eran un matrimonio pobre, de color, con una parva de hijos pequeños, que vivían en una choza de pescadores en las afueras de La Habana y se dedicaban a los más humildes menesteres para sobrevivir.

Mis bisabuelos dejaron al pequeño Camilo en aquella choza un domingo por la tarde, sin mayores ceremonias. Aunque, al relatarme estos hechos, Camilo jamás censuró abiertamente tal decisión, difícilmente podía reprimir una mueca de disgusto. Aquel primer abandono, perpetrado a tan corta edad, para que su madre pudiera amamantar a un niño rico, debe haber influido en su carácter y en su forma de entender el mundo. Mi abuelo fue siempre un hombre dotado de una aguda conciencia de clase, afinada por el trato con los anarquistas. No diré que odiaba a los ricos, pero sí los despreciaba y estaba orgulloso de su condición de proletario.

Así que Pilar se instaló en el palacete de los Pons y dedicó los meses siguientes a la labor para la cual había sido contratada. Manuel, entretanto, prosiguió su tarea en el taller. En ciertos días preestablecidos tenía permiso para visitar a su mujer en la habitación de servicio.

Es tradición familiar que Manuel contribuyó con su maestría a la restauración del mobiliario y revestimientos del célebre Palacio de los Capitanes Generales, en La Habana vieja, antigua sede de las autoridades coloniales españolas y de la intervención yanqui, y donde a la sazón se estaba instalando la residencia presidencial. Pese a ello, le pagaban sueldos de miseria.

Por aquellos tiempos fue que mi bisabuelo comenzó a toser. Una tos fea, persistente. Un día un compañero de trabajo, muchos años mayor, le dijo, al verlo debatirse en un acceso sobre la mesa de carpintería:

-Dígame, joven. ¿Lo ha revisado algún médico?

-No. No es nada.

-Esa tos no es buena. Usted está muy delgado y ojeroso. ¿Come bien?

-Sí. ¿Y además usted qué sabe? ¿Es médico?

El viejo artesano no se ofendió por la brusquedad de la respuesta. No desconocía que mi bisabuelo, aunque excelente en su oficio, era una persona muy ignorante.

-Mire, joven- le dijo-. No soy médico pero soy vidente. Y aunque no hubiera conocido a muchos tísicos en mi vida, tosiendo con tos seca como usted, y con la misma flacura y ojos hundidos, igualmente me daría cuenta de lo que le pasa.

-¿Qué dice?- se enojó Manuel, al tiempo que se asustaba-. ¿Tísico, yo? Si soy fuerte como un toro.

-A que le dan calores y cansancio al ponerse el sol.

-Es por trabajar.

-¿Y también es por trabajar que usted se despierta en la noche con un sudor frío en todo el cuerpo y la sábana humedecida?

Manuel empezó a atemorizarse.

-¿Y eso cómo lo sabe?

El viejo artesano ni le contestó. Se limitó a preguntarle a su vez:

-Anoche tuvo chuchos, ¿no es cierto?

Ya menos incrédulo, mi bisabuelo asintió con preocupación.

-¿Hoy comió algo?

-No. Tenemos que ahorrar, y además no tenía hambre.

-¿No tiene hambre?

-No. Nunca.

El viejo lo escudriñó severamente.

-Mire, joven. Lo suyo no es broma. Yo lo puedo ayudar, todavía está a tiempo. Pero si no hace lo que le digo, en pocos meses estará en un ataúd.

Con esta advertencia, mi bisabuelo dejó de tomar el asunto a la ligera. Prosiguieron trabajando, cepillando pacientemente un mueble, pero al cabo de unos minutos de hosco silencio Manuel se interrumpió, dejó el cepillo a un lado y preguntó a su compañero:

-Vea, don Tomás. Eso que me dijo… No estoy para bromas. Tengo familia y…

-Bueno, joven. Escúcheme bien. Yo le voy a curar la inapetencia y lo voy a ayudar a recuperarse. Pero no quiero caprichos ni tozudez. ¿Va a hacer lo que le diga?

-Si, don Tomás.

-Bien. Cuando paremos a descansar, usted vaya hasta el almacén y pida una botella de cerveza lager y tráigamela que yo se la voy a magnetizar.

Refunfuñando, mi bisabuelo obedeció, y a la primera pausa en el trabajo fue a comprar la cerveza. Don Tomás hizo unas señales extrañas con los dedos sobre la botella y murmuró palabras ininteligibles, y luego dijo:

-Al terminar el día, usted se va a tomar toda la botella magnetizada. Camino a su casa empezará a sentir hambre. Y tanta será el hambre que no resistirá y se meterá en la primera fonda que encuentre. Y comerá como hace años que no come.

Tal vez lo que el viejo llamaba magnetización de la cerveza no era más que una técnica casera de hipnotismo. Concluido el trabajo, Manuel bebió la cerveza bajo la atenta mirada de don Tomás y se despidió. No anduvo dos cuadras de camino cuando el estómago empezó a rugirle y un apetito repentino y salvaje lo poseyó. Se metió en la primera fonda, como le fuera anunciado, y pidió unas viandas y se las despachó, y luego repitió el pedido dos veces. Esa tarde no tuvo fiebre y por la noche no sudó ni se despertó y pudo dormir como un bendito.

Al día siguiente, en el taller, don Tomás lo felicitó por seguir su consejo y le dijo:

-Le daré otra ayuda, mucho mayor. Pero le advierto una vez más que debe hacer lo que le diga o no llegaremos a ninguna parte.

-Lo escucho, don Tomás.

-Esta noche, cuando den las nueve, usted, esté donde esté, tiene que poner todos sus pensamientos en mí, sin ninguna distracción. En ese momento yo estaré en mi cuarto invocando el espíritu de un ilustre médico y cirujano, un gran vidente que siempre me ayuda a curar. Preciso que usted esté muy atento y haga lo que le digo para establecer la conexión espiritual. Entonces sabremos cuáles son los pasos a seguir y el comienzo de la curación. Esto debe permanecer secreto. No puede hablarlo con nadie, ni siquiera con su esposa, o se perjudica la conexión. No me vaya a traicionar o no cuente más conmigo.

Mi bisabuelo asintió con gran convicción. Pero luego recordó que esa noche, a esa hora, debía ir a visitar a su mujer. Decidió verla un poco más temprano para retirarse antes y poder cumplir con las instrucciones.

Charlaban animadamente con Pilar en su habitación del palacete Pons cuando Manuel consultó el reloj una, otra y otra vez en el curso de pocos minutos, despertando la suspicacia de su esposa:

 -¿Quién te espera cuando te vayas de aquí?

Asediado por la requisitoria de los celos, terminó confesando el secreto. Pilar, arrepentida, le dijo que no debía haber contado nada, pues acababa de romper su promesa, y eso nunca debe hacerse cuando se trata de negocios sobrenaturales.

-¿Y qué quieres, tú, con tus celos?- refunfuñó él.

Al otro día llegó al taller y saludó con cierta culpa a don Tomás, pero éste lo ignoró.

-¿Por qué no me habla?”

-Con puercos no hablo. Un puerco y no un hombre falta a su palabra. Usted a las ocho y media miró el reloj, a las nueve menos cuarto miró el reloj, nueve menos diez miró el reloj y tres minutos más tarde estaba cantándole todo a su mujer como un pajarito.

En vano trató mi bisabuelo de justificarse y pedir disculpas. No lo sorprendió, a estas alturas, que don Tomás supiera con exactitud cada cosa que había hecho, pero le preocupaba haber malogrado el vínculo fantasmal invocado en su auxilio.

Tras mucho rogar, don Tomás accedió a revelarle los frutos de su última invocación al ánima del misterioso médico del otro mundo: si mi bisabuelo permanecía en Cuba moriría sin remedio, el clima lo perjudicaba, su estado era grave.

-¿Tiene adónde ir?

-Tengo mi hermano mayor que me ofrece un trabajo en Buenos Aires. Pero no hay dinero para que viajemos hasta allí.

-Viaje usted solo.

-¿Y dejar a mi mujer?

-Allá podrá ahorrar para comprar más pasajes y llevarla también a ella y a su hijo después de un tiempo.

También le hizo una revelación urgente relativa a la vida del pequeño Camilo:

-El convocado me ha dicho que su hijo también está en peligro. Lo cuida gente dada a las brujerías. Usan al niño para cosas malvadas y no lo alimentan bien. No le dan leche verdadera sino leche vegetal, que lo debilita y lo está matando poco a poco. ¡Vaya hoy mismo y sáquelo de allí o no lo volverá a ver con vida!

Hacía ya más de dos semanas que mi bisabuelo no iba a visitar a su hijo. Esta vez sí hizo caso a don Tomás, o al espíritu auxiliar, según se prefiera, y se presentó de improviso en la choza, con gran sorpresa de sus moradores.

Camilo, efectivamente, había desmejorado a ojos vistas, estaba pálido y arrugado y gimoteaba débilmente. Parecía no tener fuerzas ni para llorar. Su carita tenía un alarmante color de ceniza, y sus labios estaban marchitos y resecos.

 Mi bisabuelo se lo llevó sin mayores explicaciones y sin atender a las protestas serviles de los guardadores.

Lo tuvo con él un par de días, cuidándolo con la ayuda de una vecina, hasta que logró ubicarlo con otra nodriza.

Al cabo de un mes, el bebé ya estaba rozagante, con las mejillas sonrosadas.

Así fue cómo se salvó de una temprana muerte.

Y así, lleno de recuperada vivacidad, lo vio Manuel, la mañana en que subió la escalinata del buque con destino a Buenos Aires. Su propia salud había desmejorado, y no tenía más remedio que seguir la recomendación de su compañero de trabajo e intentar aquel viaje desesperado a lo desconocido. Buscaría a su hermano, trabajaría como un burro, y en cuanto pudiera juntar el dinero, enviaría a su esposa y a su hijo los pasajes para volver a reunirse con ellos en esas ignotas latitudes.

Pilar despidió a su marido con el bebé Camilo en brazos.

Pasarían muchos años antes de que se volvieran a ver.

 

 

Al quedarse sola en Cuba, los días de mi bisabuela Pilar debieron ser difíciles, porque se hizo aficionada a la ginebra o al ron barato, al principio para relajarse y dormir, y luego a toda hora.

A mi abuelo no le gustaba hablar de estas cosas. Me costó muchas horas de conversación en su humilde cuartito poder arrancarle el fragmentario relato de estos hechos oscuros de su madre, que yo ya conocía a través de mi propia madre, pero no con detalle. Mi abuelo se explayaba con comodidad al hablar de toda su vida, menos cuando le dirigía alguna pregunta precisa sobre sus padres, o sobre su infancia antes de los once años, edad en que escapó para siempre del hogar.

En La Habana, mi abuelo siguió al cuidado de una nodriza hasta que Pilar terminó de amamantar al hijo del patrón, y entonces se le permitió llevarlo consigo e instalarse en una modestísima piecita de pensión. Ya era lo suficientemente crecido como para conservar algunos recuerdos del tiempo pasado junto a su mamá.

Era frecuente que mi bisabuela cayera en estado de postración por el alcohol cuando terminaba su jornada de trabajo. Al ser tan joven, ello no se notaba aún en su cuerpo, pero con los años iría tomando el aspecto desordenado y ruinoso y el carácter mezquino con que la conoció mi madre.

Entre los recuerdos cubanos más remotos de Camilo, figura el haber despertado más de una vez, por las noches, para espiar desde la puerta a Pilar y a tres amigas, dos de ellas mulatas o negras, practicando rituales espiritistas en la habitación vecina. Aquellas invocaciones debían hacerse con sumo cuidado, pues habían motivado las protestas de otros inquilinos y el llamado de atención del propietario. Pero sus efectos duraban, y Pilar caía en trance, y muchas veces Camilo despertaba en su lecho y la veía tirada en el suelo con los ojos en blanco y conversando con espíritus que solían visitarla en horas de la noche.

Manuel, entretanto, había conseguido establecerse en Buenos Aires, tal como le había prometido su hermano mayor, y era muy valorado en su oficio. Llegó a trabajar en los detalles finos de hermoso mobiliario para ricachones y de puertas, ventanas y revestimientos para edificios públicos. Mi abuelo me ha contado que trabajó en aberturas y muebles para el Congreso Nacional. Si bien el edificio del Congreso fue inaugurado en 1906, lo cierto es que no se terminó entonces y los trabajos continuaron a lo largo de una década más, con costos enormes y corrupción de contratistas y funcionarios incluida. Cuando visito el Congreso y admiro los fastuosos detalles en madera de su decoración, me gusta imaginarme que alguna de aquellas magníficas piezas ha surgido de las manos encallecidas de mi bisabuelo. Tal vez sea yo, hoy, la única persona que recuerda su existencia en el mundo, pero el fruto de sus manos sigue allí, sobreviviéndolo.

Se puede pensar que un artesano tan experto ganaría muy buen dinero, pero no es así. Abundaban en esa época los inmigrantes italianos y españoles, con grandes conocimientos en las artes de la construcción y la decoración, y por ello mismo no eran remunerados como se merecían. Quienes se llevaban la tajada de las obras públicas y privadas no eran los trabajadores recién llegados al país, desesperados por ganarse el sustento.

Sea como fuere, logró reunir los pesos suficientes como para pagar al fin los pasajes de su mujer e hijo, aun cuando costó que Pilar se decidiese a viajar.

Mi abuelo tenía más de cuatro años cuando arribó a Buenos Aires. Durante todo el viaje no hizo más que preguntar por su padre. Al llegar al puerto y descender por la explanada del buque con el niño en brazos, Pilar se asustó por la multitud de desconocidos que aguardaban a sus familias. En aquellos tiempos era muy común que los recién llegados e incautos cayeran en manos de los peores estafadores y tratantes de personas. Los matrimonios por poder, entre desconocidos, que solían celebrar muchos inmigrantes residentes en el país con mujeres de sus tierras natales que querían emigrar para huir de la miseria europea, contactadas a través de familiares por correo, con intercambio de fotografías, concluían muchas veces en una espantosa esclavitud, cuando los proxenetas se hacían pasar por el marido o utilizaban este ardid para capturar jovencitas y llevarlas engañadas a los prostíbulos. En los anales judiciales de la época también era frecuente que algunos hombres se dedicaran a usurpar la identidad del marido desconocido y poder así tener una luna de miel gratuita con una bella joven recién casada: hay muchas denuncias de este tipo de fraude o violación que hoy nos parecen increíbles o descabelladas, pero ocurrieron, y con mayor frecuencia que la imaginable.

Así que Pilar, temerosa, aguardó sin poder divisar a su marido. Por un instante dejó a Camilo en el suelo. El niño se separó de ella y echó a correr, perdiéndose entre la multitud, antes de que pudiera detenerlo.

Cuando mi bisabuelo partió de La Habana, Camilo era muy bebé como para conservar el menor recuerdo. Pilar tenía, desde luego, una fotografía de su marido, pero era añosa y lo mostraba muy joven y diferente. Además, en el muelle había muchísima gente desconocida que hacía difícil para un niño encontrar a alguien. No hay explicación racional para el hecho de que Camilo se internase corriendo en la multitud y fuese derecho y sin vacilación hacia donde estaba su padre. Camilo se detuvo frente a Manuel y lo miró fijamente y en silencio. Cuando llegó Pilar, corriendo sin aliento, se quedó muy sorprendida, pero luego comprendió que era otra manifestación del don.

Manuel recibió a su mujer e hijo con lógica emoción, pese a su rudeza, pero se abstuvo de comentar, por el momento, la novedad que había ocurrido.

En su trabajo acababan de despedirlo.

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