LA HISTORIA DE MI ABUELO CAMILO - PARTE 1: DE CÓMO MIS BISABUELOS HUYERON DE ESPAÑA A CUBA A CAUSA DE LOS ESPÍRITUS. NACIMIENTO DE MI ABUELO CAMILO. Por Javier Garin
LA HISTORIA DE MI ABUELO CAMILO: Entre espíritus y anarquistas
(FRAGMENTO del capítulo 2 del libro "La enseñanza del jardinero)
PARTE 1: DE CÓMO MIS BISABUELOS HUYERON DE ESPAÑA A CUBA A CAUSA DE LOS ESPÍRITUS.
Por Javier Garin
En
el fondo de casa, donde vivía mi madre en sus últimos años, detrás de una casi
impenetrable muralla de helechos, lucía hasta hace poco una foto vieja y
estropeada, apoyada contra el jarrón que hacía las veces de centro de mesa. Era
la foto de casamiento de sus padres fallecidos. Ella solía bendecirlos en
silencio, a veces murmurando, como los antiguos romanos frente a los manes, lares
y penates:
-Ellos me protegen.
Y
luego señalaba un defecto de la foto, una especie de mancha blanca detrás de la
cabeza morenísima de mi abuelo Camilo:
-¿Ves ese resplandor? Es el aura de Camilo.
El don.
Mucho antes de nacer mi abuelo Camilo,
ya los sucesos sobrenaturales se venían encadenando. Así me lo relataba él mismo
cuando yo era niño, y lo repitió más tarde, en su vejez avanzada, cuando lo
interrogué, grabador en mano, sobre los hechos de su vida. Si se trata de
hechos reales o leyendas deformadas por su fantasía, no lo sé, y en todo caso
importa poco, porque él creía en ellos e influyeron en su existencia. No oficio
aquí de historiador para separar lo real de lo legendario, sino de cronista de
la memoria familiar, en la que conviven los hechos comprobables con las
leyendas y los mitos, y así debo aceptarlo.
Hay que imaginar a mi abuelo Camilo en esas
sobremesas interminables de la familia o de amigos en las que desgranaba sus
historias. Todos los comensales se callaban con respeto. Cuando eran historias
ya contadas muchas veces, fingíamos no haberlas oído. A veces esperábamos, con
mis hermanos, pescarlo en alguna contradicción o en un cambio aunque más no fuera
insignificante; preparados para saltarle encima con un “pero la otra vez dijiste otra cosa”. Eso nunca
sucedió. Siempre las contaba del mismo modo, con los mismos detalles, casi con las
mismas inflexiones de voz, como números de teatro muy ensayados y representados.
Era un narrador oral consumado. Hacía un
relato circunstanciado y actuado. En los diálogos, asumía la voz de cada
parlante, imitaba sus tonos, sus gestos. Introducía pausas reflexivas, manejaba
el suspenso. Es preciso imaginarlo con su figura flaca, su rostro chupado, sus
pómulos marcados, sus anteojos negros aún en el interior de la casa o con poca
luz, su atildado vestuario, su poncho de alpaca sobre el hombro, su cuello perfectamente
limpio. Tengo en mi estudio el retrato a lápiz que le hice mientras lo grababa;
recuerdo que, al verlo terminado, suspiró y dijo: “la pucha que estoy viejo”,
pues fue coqueto hasta la ancianidad. Como si no se hubiera percatado frente al
espejo cotidiano y sólo lo descubriera en mi dibujo. Lo que relato a continuación
y en cada pasaje que a él se refiere, no son más que pálidas imitaciones de su
relato oral, desprovistas de la riqueza de sus tonos y de sus gestos. Los diálogos
no son dramatizaciones mías sino simples transcripciones de los cassetes que
grabé y aún conservo, aunque ya casi no existen reproductoras donde pasarlos.
Camilo contaba que mi bisabuelo Manuel,
su padre, era carpintero en un remoto pueblito de España cuyo nombre y región se
han olvidado, quizás en Galicia o tal vez Asturias. Manuel estaba recién casado
con la joven Pilar Silva, de origen portugués, y aunque pasaban necesidades por
la miseria reinante, no quería buscar nuevos rumbos. Su hermano mayor, emigrado
a Cuba, lo había invitado a compartir su casa y el trabajo en un taller de
ebanistería en la isla. Mi bisabuelo dudaba en aceptar la invitación hasta la
noche en que fue sorprendido en pleno bosque por la Santa Compaña.
Dice el relato que volvía de una visita
familiar en el campo, caminando solo, porque su mujer estaba enferma, cuando lo
atemorizó un profundo silencio; los pájaros, las lechuzas, hasta los grillos,
callaron por completo; una fúnebre campana comenzó a sonar en alguna parte. En
una encrucijada, entre bosquecillos, se detuvo aterrorizado al percibir el
denso olor a cera que despiden muchas velas encendidas, mezclado con un vaho a
tierra húmeda, como se huele al cavar una tumba en un cementerio sombrío. Vio
la procesión de muchas ánimas envueltas en sudarios, que avanzaban en las
tinieblas alumbradas por pálidas velas y murmurando a coro una monótona oración.
Frente a ellas, un vecino del pueblo, único viviente, pero sonámbulo, esclavizado
por designios ultraterrenos, cargaba un candil y enarbolaba una cruz. Al ver a
mi bisabuelo, que se había quedado clavado en la tierra, le ofreció la cruz. Manuel,
recordando cuanto le habían contado las viejas del pueblo sobre la manera de no
ser atrapado por la Santa Compaña, respondió: -. ¡Ya tengo mi propia cruz!-. Y
sacó a relucir un crucifijo que colgaba de su cuello, y luego se arrojó boca
abajo al suelo y aguardó un largo tiempo hasta sentir que se apagaba el
espectral murmullo y se disipaba el olor de las velas. Al llegar a su casa,
contó lo ocurrido a su mujer, quien sabía interpretar los designios de los
muertos.
-Debemos irnos o la Compaña nunca te
dejará en paz- dijo Pilar.
Este habría sido el episodio que, según
me contaba Camilo, los decidió a abandonar su pueblo y aventurarse a América.
La Santa Compaña no era moco de pavo: realmente aterrorizaba a los campesinos
como una de las más antiguas y sólidamente establecidas leyendas de fantasmas
medievales.
Así que se fueron a Cuba. Ello no debe
extrañar. A lo largo del siglo XIX la isla, una de las últimas colonias
españolas, había recibido constante flujo migratorio de la metrópoli. Cuando en
1853 la peste y el hambre devastaron regiones enteras de la Península,
aparecieron proyectos de emigración hacia Cuba para aprovechar la mano de obra
desesperada de Galicia y de otras regiones y sustituir con ella a los esclavos,
bajo condiciones de trabajo obviamente pésimas. Sólo a partir de 1870 la isla
empezó a ser superada por Argentina como destino migratorio. Hacia 1890, con la
crisis financiera que provocó la caída de Juárez Celman, la corriente
migratoria volvió a cambiar a favor de Cuba; se detuvo por la guerra con Estados
Unidos, en 1898, tras la sospechosa voladura del buque yanqui “Maine” en el puerto
de La Habana, en aparente autoatentado; y se reanudó luego. Los amos imperiales
habían cambiado, pero los migrantes seguían en contacto con sus familias y las
incitaban a viajar. Es entonces que llegan mis bisabuelos a La Habana, en un
escenario incierto, con una España humillada frente al naciente poderío militar
de los Estados Unidos, los nuevos señores.
La suerte no acompañaba a Manuel y
Pilar. Se habían extraviado los correos, y el hermano de Manuel no llegó a enterarse
a tiempo de su viaje. Él mismo había zarpado tres días antes con destino al
puerto de Buenos Aires.
Mis bisabuelos se encontraron solos y
desamparados en La Habana. Gastaron sus últimos pesos en conseguir un
alojamiento provisorio. Manuel pudo ubicar el taller donde había trabajado su
hermano. Era un establecimiento muy activo, célebre por la maestría de sus
artesanos. No tardó en ser contratado, ya que era excelente ebanista.
Pilar consiguió un empleo como doméstica
en la casa de una de las más ricas familias de Cuba, de apellido Pons. Su
patrón era un reconocido maestro de esgrima, campeón universal de florete, y
tenía hijos pequeños. Pilar quedó embarazada, pero siguió trabajando. Como la
mujer del patrón también lo estaba, acordaron que, una vez producidos los partos,
sería nodriza del hijo del patrón.
A los siete u ocho meses de embarazo,
Pilar sintió que el niño que se gestaba en su vientre empezaba a sacudirse de manera
inusual.
-Está llorando -murmuró. Y se alegró
porque era un claro signo de que el niño había heredado sus poderes. Pero no
dijo nada, para no malograrlos.
Desde entonces fueron muchas las veces
que el bebé lloró en el vientre de Pilar, y también produjo balbuceos que sólo
ella podía oír.
Cuando se acercó el momento del parto,
Pilar fue asistida por una comadrona muy experta de la casa vecina a la pensión
donde vivían. La comadrona echó del cuarto a mi bisabuelo y se quedó a solas
con Pilar, quien gritaba en medio de fuertes y desacostumbrados dolores.
-Cálmate, Pilarcito -le dijo-, que el
niño ya viene.
Y luego, mientras ayudaba a mi abuelo a
nacer, exclamó llena de alegría, al tiempo que se santiguaba:
-Ay Pilar, bienaventurado sea este niño.
Trae el Manto de la Virgen.
El bebé nació con el rostro envuelto en
el velo amniótico, signo que, desde los tiempos de los romanos, es considerado
un don sobrenatural.
-Y es de color claro- agregó la
comadrona, terminando de completar los buenos augurios. La claridad del velo es
señal de buena fortuna, mientras que un velo oscuro expresa un destino infausto
o poderes maléficos.
La comadrona le retiró el velo y lo
envolvió delicadamente en un pañuelo y le dijo a Pilar:
-Guárdalo bien, y dile a tu marido que
lo entierre en un lugar secreto, para que nadie pueda utilizarlo para embrujar
a tu niño o robarle el don.
Bautizaron a mi abuelo con el nombre de
Camilo y cumplieron con el recaudo de enterrar el Manto de la Virgen.
Si se confirmaron o no los presagios, si
mi abuelo tuvo o no buena fortuna y si gozó o más bien padeció dolorosamente
los poderes sobrenaturales que se le anunciaron, es algo que sólo pudo develarse
con el correr de las décadas.
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