LA ENAMORADA DEL ARROYO (CUENTO DE LUZ MALA). Por Javier Garin.

 



Por Javier Garin



1


    Anoche fuimos a la feria del otro pueblo, por los caminos de ripio, entre bosquecitos de eucaliptos y montes de talas y espinillos. Una media luna creciente ilustraba las colinas. Vino en nuestro auto Susana, vecina de la colonia, nacida, criada y vivida aquí, viuda cercana a los setenta años. A ella le encanta ir a las ferias rurales. 

    Al pasar por el badén del arroyo cercano, Susana dijo:

    -Acá es donde aparece la luz mala.

    Reduje la velocidad y atravesamos el hilo de agua en silencio. Del lado derecho, en el remanso que se extiende como una pequeña laguna entre los árboles, imperaba una oscuridad total. Las frondas enmarañadas cerraban el paso a los rayos lunares. La sola idea de que una luz espectral pudiera aparecer en aquellas tinieblas resultaba inquietante. Apenas se oía el murmullo del agua.

    Detrás de toda luz mala hay una historia. Pedí a Susana que nos la contara. Así supimos sobre la Enamorada del Arroyo.


2


    Susana la conoció desde la escuela. Se llamaba Elena.   Era una chica muy bonita, descendiente de suizos. Sus padres, hoy fallecidos, tenían una chacra no lejos del arroyo. 

      Era la menor de varios hermanos varones, la mimada de Pedro, el primogénito. Sus cabellos muy rubios y su piel blanquísima, cuando no la bronceaba el sol estival, no son infrecuentes en esta zona de inmigrantes. Pero su belleza llamó la atención incluso de pequeña. Los hermanos, muy celosos, sobre todo Pedro, la cuidaban y le ahuyentaban potenciales noviecitos.

      No pudieron correrle por mucho tiempo a Agustín, el vecino de la chacra lindera, que además era amigo de ellos. Todos iban a la misma escuela rural. Estudiaban, jugaban y hacían travesuras juntos. Así, suele suceder que los noviazgos del campo se inician en la infancia, entre niños de chacras vecinas, y desembocan tarde o temprano en matrimonio. Sólo los bailes y fiestas, en que concurren jóvenes de otras colonias, permiten romper la endogamia lugareña.

    Elena y Agustin crecieron, y los juegos infantiles y los besos inocentes arrancados en el recreo de la escuela dieron paso a un amor apasionado. Los padres de Elena eran muy severos y la vigilaban con ayuda de los hermanos varones. Pero ella siempre encontró la forma de escaparse con su Agustín. 

    Se encontraban en el claro del bosque junto al remanso del arroyito, en una parte alejada, oculta a la mirada de quienes pasaban por el badén en camioneta o en sulky. Allí se juraron amor eterno y rodaron abrazados en la hierba y en las siestas ardientes nadaron sigilosos en las aguas quietas y poco profundas. 

    Aunque lo ocultaran, toda la colonia sabía que eran novios. Todos daban por supuesto que se casarían al llegar a la edad.

    Al cumplir dieciocho años, Agustín fue convocado a hacer la conscripcion. Por los azares del servicio militar terminó sirviendo en el sur. Los novios se escribieron asiduamente. Cuando él venía de licencia, eran inseparables. 

    Ella no tenia idea de sus planes. Imaginaba que ahora se casarían. Como otras veces, fueron a esconderse en el arroyo. 

    Elena se recogió la falda y dijo:

    -Vamos al pozo.

    Agustín la siguió.

    Justo antes de desembocar en el remanso que bañaba el bosquecito, el arroyito fluía encajonado entre pequeños barrancos y saltaba una cascadita de piedras amontonadas. Debajo de la cascada se había formado un pozo profundo de unos dos metros. El agua era cristalina y tibia, con un suave toque entre dorado y verdoso que le prestaban los sedimentos del suelo, las algas y las hojas podridas de los árboles.  El pozo era estrecho. Era el único lugar profundo de todo el arroyo. El agua al caer formaba una espuma suave. 

    Se desnudaron de a poco, como jugando, dejaron las ropas colgadas de los árboles y se metieron allí. El deseo los envolvió y se hundieron en el pozo entrelazados, y se besaron bajo el agua y se hicieron el amor. Ella estaba feliz, y, sin saber por qué (tal vez un presentimiento), dijo:

    -Si algún día me dejás o te pasa algo y no te vuelvo a ver, este es el lugar donde voy a morir.

    Agustín sintió vergüenza y temor. Porque no tuvo el valor de decir que en el sur se había enamorado de otra chica.


3


    Agustín se fue a Buenos Aires a trabajar en el taller de unos familiares. Sin atreverse aún a confesar la verdad, juró a Elena que la volvería a buscar en cuanto estuviera instalado. El tiempo pasó y las cartas de Agustín se fueron haciendo más espaciadas y escuetas. Ella sospechó pero se negó a pensar mal. Amaba a Agustín desde la infancia, no había mirado jamás a otro chico, no imaginaba otro amor fuera de aquel. Un día dijo a una amiga:

    -Me siento rara. Creo que estoy embarazada.

    La confidente le dijo que escribiera de inmediato a Agustín. Ella ya le había escrito muchas veces, aunque sin explicarle lo del embarazo, y la contestación no llegaba. 

Al fin un día vino una respuesta. El hermano mayor de Elena encontró, días después, la carta en el cajón de la mesita de luz de ella. Decía simplemente:

    “Te pido que me perdones. Nadie manda al corazón. Me enamore de otra. No voy a volver a la colonia. Lo mejor es que me olvides. Siempre te voy a querer como mi mejor amiga.”

    Cuando Elena leyó esa carta, el mundo tambaleó bajo sus pies. Apenas tenía diecisiete años, era demasiado joven, demasiado ingenua. Hubo en esta zona muchos casos como el de ella. La soledad del campo y cierta herencia trágica producen mujeres apasionadas, celosas, temperamentales. No eran raros los suicidios por amor entre las jovencitas de las colonias entrerrianas. 

    Tal como había prometido, Elena salió secretamente de su casa, llevando una soga, y se dirigió al arroyo. Al llegar al pozo de su felicidad y su desdicha, ató un extremo de la soga a una piedra grande de las que abundan en los afloramientos rocosos de las cuchillas entrerrianas. Ató el otro extremo a sus pies. Echó la piedra al pozo y se dejó arrastrar por el peso. 

    Todo el pueblo la buscó durante días. Al fin alguien vio el vestido colgando de una rama. Nadie se animaba a meterse en el pozo. Debieron llamar a los bomberos de una ciudad cercana para rescatar el cadáver.


4


    Pedro, el hermano mayor de Elena, nunca pudo digerir lo sucedido. Estaba furioso con Agustín y tenía deseos de ir a buscarlo a Buenos Aires para darle su merecido. A veces acudía al arroyo a llorar sin que nadie lo viera. 

    Una noche en que regresaba a caballo de visitar a su novia en una colonia vecina, se detuvo en el badén del arroyo.

    Él fue el primero que la vio.

    Había luna llena, pero el remanso estaba en total oscuridad y silencio. 

    Entrevió un suave resplandor blanquecino allá en el fondo, entre los árboles. ¿Tal vez alguien con una linterna?

       El resplandor se comprimió e intensificó hasta formar una esfera de luz blanca, suspendida a medio metro del suelo.

    La luz se reflejaba en el agua negra y delineaba los troncos de los árboles a su alrededor.

    Pedro se quedó mirando la luz largo rato, hasta que sus ojos se cansaron. Entonces notó que la luz se parecía a una silueta de mujer, y que la silueta se parecía a su hermana. Y rompió a llorar.

    Desde entonces mucho paisanos la vieron. Nunca se sabía cuando podía aparecer. Siempre era de madrugada, en noches de luna. Cuando la veían, rezaban un padrenuestro y un avemaría y pedían por el descanso de su alma. 

    Porque la luz mala, todos lo sabían, era el alma en pena de la enamorada, la que se había quitado la vida por desilusión, condenada a vagar sin reposo,  a no poder dejar atrás el lugar de su infortunio.


 5


    Pasaron más de cuarenta años y Agustín se animó a volver a la colonia, ya viejo y con hijos adultos. Estaba tan avergonzado que nunca se había atrevido a dar la cara con la familia de la muerta. Sólo volvió cuando supo que Pedro había fallecido.

    Nadie le hizo ningún reproche. Habían pasado demasiados años. Vino solo. No podía quitarse de la cabeza a Elena. Su propia madre, en el lecho de muerte, le había pedido que hiciera algo para acabar con la angustia de aquella pobre alma en pena.

    -Era tu amiga y tu novia. Tenés que pedirle perdón antes de que sea tarde. 

    Así que se armó de valor y regresó. Se alojó en la vieja casa de sus padres ya muertos, ahora abandonada. 

    Una tarde visitó solo el arroyo. Dejó el auto al costado del camino y se metió por el bosquecillo del remanso. Lo envolvió el silencio. La opresión que sintió en el pecho se hizo insoportable. Mil recuerdos de su infancia y adolescencia acudieron a él. Evocó su carita hermosa, sonrosada, sus cabellos rubios, su risa traviesa e inocente, su amor. Ella era pura y representaba todo lo puro que hubo en su vida. Lloró por Elena y por sí mismo hasta que ya no le quedaron lágrimas. Y pidió perdón.

    Cuando volvía al auto, se cruzó con un paisano viejo y entrometido, que andaba por allí como quien no quiere la cosa. 

    -Haga algo por el alma de Elenita -le dijo el paisano-. Hoy es noche de luna. Venga de noche, hable con ella si es que aparece. Tal vez así se calma.

    Agustín no respondió. 

   Esperó hasta cerca de medianoche y regresó. Dejó el auto donde antes. Se iluminó con una linterna y avanzó por el borde del remanso. Se sentó en un tronco y apagó la linterna.

    Lo envolvió la tiniebla profunda.

    El agua apenas murmuraba. A lo lejos se oía apenas la cascada. 

    Dejó pasar el tiempo en silencio.

    Luego de muchos minutos, divisó el resplandor suave al fondo. El reflejo en el agua le demostró que no era una ilusión óptica. El resplandor se hizo más fuerte y concentrado y formó una esfera suspendida en el aire. Luego se movió lentamente, flotando entre las ramas en dirección al pozo. 

    Agustín encendió la linterna asustado. Pero la luz mala no se alteró por su presencia. 

    -¿Sos Elena? - preguntó con voz temblorosa.

    La luz adoptó la vaga imagen de una niña de rostro resplandeciente. Agustín la reconoció y rompió a llorar.

    -Elena, vine a pedirte perdón- rogó. 

    La luz no le hizo caso y siguió moviéndose en dirección al pozo. 

    Agustín supo que tenía que seguirla. Estaba aterrado, pero tomó la linterna y la siguió. 

    La luz mala se detuvo junto al pozo, donde rompía la cascada. El rostro de la niña de fuego lo miró con tristeza. Agustín dijo en voz alta:

    -Te traicioné. Siempre te quise, desde que éramos chicos. Conocí a otra mujer y me dejé llevar por un enamoramiento. Pero siempre te quise a vos. No sabía que estabas embarazada cuando te escribí esa carta maldita. Eso lo supe después, por tu amiga. Ella me lo contó. Desde entonces vivo arrepentido. Rehice mi vida con los años, pero no puedo olvidarte ni dejarte así, sufriendo por mi error. Yo soy el culpable. Si alguien tiene que sufrir soy yo, no vos. Por eso te pido, Elena, que me perdones y descanses en paz. Y si no podes perdonarme, acá estoy para que me castigues.

    Se cuenta en la colonia que la luz mala se puso a llorar y que sus lágrimas eran como gotas de fuego que al derramarse sobre el arroyo eran llevadas por la corriente. Y luego la luz mala se apagó lentamente, como un fuego que se consume, y desapareció. 

    Agustín salió del bosque llorando y se fue del pueblo para no volver.

    Y nadie vio nunca más a la Enamorada del Arroyo.


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