EL REGALO DE LUCHO, por Javier Garin
por Javier Garin
1
-Don
Hugo, doña Neli…
La voz pastosa,
aguardentosa, resonó en el porche.
Mi padre
asomó por el ventanuco de la puerta y reconoció a contraluz el cuerpo de
gigante del antiguo gladiador.
-¿Qué necesita, Lucho?
Lucho era
alto, robusto, de hombros cuadrados, de espalda recta. Años y años de
entrenamiento en los gimnasios habían dejado una impronta que perduraba a pesar
de la vejez. Tenía entre sesenta y setenta años, pero su cuerpo aún era joven,
fuerte. Una prominente barriga, dura de alcohol, desentonaba con la espalda
moldeada en acero. La piel oscura denotaba un vago origen africano. Sólo su
rostro era viejo, o más que viejo, ruinoso. Los puños de los rivales en las noches
sobre el ring habían dejado su marca; la nariz aplastada, los arcos
superciliares abultados. El alcohol había hecho también lo suyo en esa boca exangüe,
sin fuerzas para mantener los labios en su lugar, en esos párpados hinchados
que se derramaban sobre los ojos diminutos, vidriosos y rojos. La barba rala
que sembraba su tez oscura de puntitos blancos, y el cabello gris entreverado
con la calvicie completaban un retrato que era por sí mismo una biografía.
-Buen día, don Hugo. ¿No quiere que le corte el pasto, que
le arregle el jardín?
Mi padre asintió. Lucho se puso
feliz.
Al volver mi padre a la mesa del
almuerzo, mi madre le dijo:
-Hace una semana cortó el pasto. No
creció.
-No importa -dijo papá-. Que lo
corte. Andará necesitando plata. Se le habrá acabado la damajuana. No molesta.
Mamá, que conocía a la hermana de
Lucho desde joven, comentó:
-Pobre Lucho. Si no fuera por la
bebida podría estar bien. La hermana lo cuida como si fuera un chico.
-¿Pero por qué toma tanto?
-preguntó mi hermano Riki mientras devoraba una milanesa.
-Andá a saber -respondió papá-.
Dicen que cuando era joven le robaron una pelea. Era para definir el desafiante
al título de campeón argentino. Lucho boxeaba muy bien, dicen los que saben que
era muy fuerte, una buena zurda tenía. Le decían “el Torito de Lomas”, y entrenaba
y peleaba en el Club Los Andes. Antes el club tenía estadio de box, iba mucha
gente a mirar y apostar. En esa época Lucho era como un héroe. Pero tuvo esa pelea
y la perdió por puntos. Los viejos dicen que se la robaron en el puntaje. Que
merecía ganar. Y a partir de ese momento empezó a tomar. No se pudo reponer.
Mamá suspiró:
-¡Pobre Rosita! -así se llamaba la
hermana de Lucho- Ella lo cuidaba cuando era chico y lo sigue cuidando de
viejo. Si ustedes vieran lo linda que era ella, los pretendientes que tenía… En
vez de casarse se quedó a cuidar a los padres y a Lucho.
2
Cuando
Lucho terminó de cortar el pasto, o mejor dicho repasarlo, y de podar una vez
más algunas plantas, llamó con modestia, asomado a la puerta del fondo:
-Don
Hugo, ya está.
La tele
estaba encendida y Ulises Barrera, famoso periodista deportivo, decía en una
entrevista:
-La
Argentina va a disputar nuevamente una corona mundial de la mano del santafecino
Carlos Monzón. Hay ilustres predecesores que han dejado muy alto el boxeo
argentino y fueron campeones mundiales: Pascualito Perez, Horacio Accavalo y Nicolino
Locche.
-Pero muchos
piensan que Monzón no está a la altura de esos campeones -le preguntó un entrevistador-. Dicen que es débil,
que es descendiente de indígenas y por eso tuvo desnutrición infantil, y que es
un noqueador con manos de cristal. ¿Y usted que piensa, Ulises?
-Mire. Es
campeón argentino y sudamericano. Tan débil no será. Su entrenador, Amilcar
Brusa, y su manager, Tito Lectoure, le tienen mucha confianza. El actual
campeón, el italiano Nino Benvenutti, es una de las glorias de los medianos,
fue medalla de oro olímpica, tuvo tres grandes peleas con Emil Griffith, y es un
boxeador de primera, pero se rumorea que no está en su mejor condición. Filma
muchas películas, anda en la noche. En fin. Veremos qué pasa. Por ahora todas
las apuestas están en contra del argentino.
-¿Pero es
verdad que Monzón tiene las manos lesionadas, que cuando pega un golpe fuerte
de lesiona?
-Lo sabremos
el sábado- respondió Ulises Barrera-. La cita es en el Palazzo Dello Sport de
Roma, el sábado 7 de noviembre a las 21 y quince minutos hora italiana. No
se lo pierdan.
Enseguida
vino la tanda comercial con una voz inconfundible preguntando: “¿Quiere tener
smowing? ¡Tome ginebra Bols!”.
Mi padre
se había demorado en responder a Lucho para terminar de oir a Barrera.
Cuando fue a pagar al jardinero, vio que este miraba embobado la tele.
-¿Y usted
qué piensa, Lucho?
-Que va a
ganar Monzón, don Hugo.
-¿Usted
lo vio pelear?
-Lo sigo
por la radio.
Pocos
tenían televisión en esa época. En el barrio habría dos o tres aparatos y no
más.
La mirada
de Lucho, aunque no se atreviera a pedirlo, decía todo.
Papá se
avergonzó y le dijo:
-¿Quiere
venir a ver la pelea acá?
Los ojos
de Lucho destellaron.
-Pero no
quiero molestar, don Hugo. Y que va a decir doña Neli.
-Venga
-respondió Neli desde la cocina.
Lucho
pareció a punto de desmayarse de gozo.
3
El sábado
estábamos todos sentados en el comedor formando un anfiteatro frente a la tele.
Mamá miraba desde la cocina. Había venido el tucumano Moyano, amigo de Riki, y
Eduardo, amigo mío. Lucho se sentó en un rincón, tratando de encogerse para pasar
desapercibido. Ese día no había bebido y se había lavado todo con jabón para la
ropa, para no ofender a los anfitriones. Casi se le saltan las lágrimas cuando
oyó a Ulises Barrera anunciando:
-Y hace
su entrada el desafiante, el campeón argentino Carlos Monzón, con 67 peleas
ganadas, 3 perdidas, 9 empates y 44 nocauts. Tiene 28 años…
Ginebra
Bols preguntaba a cada rato si el público quería o no tener smowing, y Bodegas
Peñaflor promocionaba sus vinos.
Comenzó
la pelea. No era la paliza del italiano que todos esperaban. Era bastante
pareja. Monzón peleaba con calma, con frialdad. Lucho, en cambio se exaltaba. Le
daba consejos. “Con la derecha, con la zurda, uno, dos”. A medida que avanzaban
los rounds, se mostraba más expresivo y entusiasmado. Todos lo mirábamos de
reojo con cierto regocijo. Mi padre le preguntaba cómo veía la cosa.
-Va a ganar
Carlos. Pero tiene que noquearlo o le van a
robar la pelea por puntos.
Era
evidente que recordaba su propio traspié, la pelea que le robaron en su juventud.
Llegó el
round doce.
Lucho nos
sorprendió diciendo:
-¡Vamos,
escopeta! Dispará de una vez.
No sabíamos
que en el mundo del box a Monzón lo llamaban “escopeta”, por lo flaco y porque
cuando pegaba mataba.
Llevaban
un minuto del round y se notaba que Monzon estaba más entero, que dominaba de a
poco a su rival y lo iba conduciendo con su izquierda lacerante hacia los
rincones para acorralarlo. Lucho se entusiasmaba más y más. Exclamó:
-¡Ahora
la derecha!
Y la derecha partió,
precisa, mortífera.
Benvenuti se desplomó sobre
la lona. Intentó incorporarse y volvió a caer.
El referí alemán, Rudolf
Drust, en el minuto y cincuenta y siete, dio el match por concluído.
Estallamos de júbilo.
El locutor arengaba y
festejaba.
Se oían vivas en la calle.
Lucho derramó una lágrima. Monzón lo había
logrado. No había esperado la arbitrariedad de los puntos. No le había pasado
como a él.
4
Hubo muchas otras veces en
que Lucho volvió a ver las peleas de Monzón en nuestra tele. Ya era como una
cábala. Los chicos nos entusiasmábamos tanto que después de cada pelea le pedíamos
que nos enseñara algunos golpes y posturas en el jardín de adelante convertido en
ring.
Un día, cuando yo tenía unos
diez años, en los carnavales, cometí el error de arrojarle una bombita de agua
a la hermana de un delincuente que vivía a la vuelta de casa, sobre Ramon Falcon.
El tipo tendría unos treinta años y era un conocido ladrón y matón. Se enfureció
y me persiguió diciendo que la chica estaba embarazada y que yo podía haberle
hecho perder el bebé. No se notaba ningún embarazo ni era mi intención hacerle
daño alguno, solo jugar. El delincuente me alcanzó en la vereda de Sixto Fernández
y Posadas y me metió un trompazo en el estómago que casi me desmaya. Caí sin
aire al suelo, retorciéndome.
Entonces se oyó una voz
pastosa, aguardentosa.
-Eh, vos. ¿Qué hacés pegándole
al hijo de don Hugo, grandulón?
Yo estaba en el suelo y no
pude ver nada, sólo escuchar.
Oí que el delincuente decía:
-¿Y vos qué te metés,
borracho de mierda?
No sé qué pasó exactamente,
pero sentí el inconfundible sonido de un trompazo y vi que caía sobre la vereda
el delincuente noqueado. Lucho me agarró y me llevó para casa mientras me decía:
-Ahora te vas a poner en
cuclillas y respirar hondo y se te va a pasar. Te cortó el aire ese bestia. Tranquilo.
5
Después dejamos de verlo a Lucho por un tiempo. No andaba
más por el barrio. Una mañana mamá encontró a
Rosa, la hermana de Lucho, en la panadería de la calle Díaz Vélez.
-¿Le pasó algo a Lucho?
-Tiene cirrosis, está en el hospital Gandulfo.
-¿Se lo puede visitar?
-No te molestes, Neli. No va a pasar
de mañana. Pero me pidió que les dé algo de parte de él. “Para doña Neli y don
Hugo que me dejaron entrar a su casa a ver a Monzón”, me dijo. Cuando pase todo
se los voy a llevar.
Mi madre no quiso preguntar de
qué se trataba.
Después del entierro de
Lucho, como a la semana, apareció Rosa por casa y le entregó a mamá un paquete,
mal envuelto en papel de estraza.
Lo abrimos con ansiedad.
Eran sus guantes.
Los guantes del Torito de
Lomas.
Todos rotos y desgastados.
Pero eran sus guantes. Su mejor
regalo.
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