¿VOLVER A JESÚS? UN ABORDAJE EXISTENCIAL DE UN JESUS PARA LOS NO CREYENTES, por Javier Garin

 


            Por Javier Garin



                 Cuando en 1999 ascendí al Aconcagua, me encontré en el refugio Berlín, a seis mil metros de altura, a un cura polaco que balbuceaba el castellano. Compartimos una noche en el refugio, a unos veinte o treinta grados bajo cero, y nos preparamos para salir a asaltar la cumbre a las tres de la mañana. Estábamos tan alto que las estrellas brillaban debajo nuestro, y eso me trajo el recuerdo de las palabras de Nietszche en “Así hablaba Zartatustra”: “Subiré y subiré, hasta que las estrellas mismas ardan bajo mis pies”. Mientras esperábamos la hora, resultaba imposible dormir, así que hablamos de lo que queríamos encontrar allí. El cura me dijo, en su media lengua:

              -Voy a celebrar una misa en la cumbre. No es para nadie, sólo para Dios y para mí.

              No me extrañó ese propósito, desde que la montaña siempre fue considerada un símbolo de la elevación espiritual a la divinidad. Mircea Elíade observaba con razón que buena parte de los actos sagrados de comunión del hombre con la divinidad tienen lugar en montañas. Noé tuvo su pacto con Dios en las laderas del Monte Ararat; Moisés recibió las Tablas de la ley en el monte Sinaí; Jerusalén está edificada en lo alto, y desde antiguo los judíos dicen, cuando van a la Ciudad Santa, que “suben” a ella, ascensión a la vez física y espiritual; el Gólgota es una elevación donde, a través de la sangre derramada de Cristo, se pone en comunicación el inframundo con el cielo; Dante construyó su Divina Comedia a modo de una montaña doble, refleja, con su infierno como cumbre invertida y su cielo como cúspide espiritual; los antiguos samaritanos tenían su templo en la cumbre del monte Gerizim, el lugar donde Dios había ordenado a Moisés erigir el templo; los egipcios y las civilizaciones mesoamericanas y muchas otras culturas alrededor del mundo construían con sentido sagrado montañas artificiales bajo la forma de pirámides; los Incas veneraban las montañas como espíritus tutelares o “apu”; muchos templos grecorromanos se levantaban en las alturas, etcétera. La montaña sagrada es una constante en la historia religiosa de la humanidad, un símbolo bastante obvio del ascenso espiritual hacia Dios.

             -¿Y tú que buscas? – me preguntó el cura.

             -Soy ateo -le dije.

            -Entonces tú también buscas a Dios- respondió.

             A pesar de la falta de oxígeno, mi memoria recordó inmediatamente la canción de otro incrédulo, Atahualpa Yupanqui:

             De pronto me ha preguntado

              la voz de la soledad

             si andaba buscando el cielo

             y yo respondí: "quizás"

            Años después, recorriendo la Patagonia para dar charlas de derechos humanos, al bajar del escenario un pastor se me acercó y me dijo:

                 -Usted es creyente.

                 -No -le dije-. Soy ateo. ¿Por qué lo dice?

                 -Porque lo que usted dijo sobre los derechos humanos no es otra cosa que lo que nos enseñó Jesús.

                -Eso no tiene nada de raro -repliqué-, ya que la doctrina de los derechos humanos nace del cristianismo. Muchos quieren presentarla como fruto de la Ilustración pero en realidad no es otra cosa que las viejas ideas de igualdad y fraternidad de Jesús.

               -Sí, pero usted en el fondo cree. Sólo que no se ha dado cuenta. Voy a hacer una profecía sin ser profeta: usted se va a hacer cristiano y va a encontrar la fe.

              No quise decepcionar al pastor que tan bien nos había tratado y nada respondí.

              Pasaron muchos años y la fe no descendió sobre mí, pero en cambio se ha acentuado -con el estudio y la reflexión- mi admiración por Jesús. Sigo sin creer en su divinidad ni en los dogmas de las distintas iglesias, pero el amor que alguna vez sentí por Jesús siendo apenas un niño no ha dejado de crecer, al comprobar que muchas de sus enseñanzas mantienen una extraordinaria vigencia en el mundo de hoy, por más que ello se niegue y se oculte. Son más necesarias que nunca.

             Un filósofo popular argentino contaba que conoció la Biblia en el reformatorio, de la mano de un jesuita que administraba la biblioteca y le enseñó a leer y escribir a los dieciséis o diecisiete años, ya que era un chico de la calle. Le prestaba novelas y otros libros para que practicara la lectura, pero jamás le daba la Biblia. Cuando el chico preguntó por ese libro de lomo negro, el jesuita le respondió:

              -Ese libro no es para vos. Para leer ese libro hay que ser muy “macho” -Le hablaba en el lenguaje que él podía entender, el lenguaje de “machos” de un chico de la calle-. Y vos sos cobarde.

              -¿Cómo cobarde? Si yo les pego a todos.

              -Por eso. Porque sos cobarde les pegas. Pero no pegar, no ser violento, no humillar a los otros, eso es muy difícil, eso es bien de “macho”. Pegar, pega cualquiera. Cuando seas “macho” y no cobarde vas a poder leer este libro, ahora no.

               Por supuesto que el jesuita logró que el pibe se desesperara por ser digno de leer ese libro. Una idea similar encontré hace años en León Tolstoi, en Dostoieski, en Victor Hugo. Me sorprendía que Victor Hugo dijese que “Los miserables” era una obra religiosa, hasta que comprendí que no era muy diferente a las parábolas evangélicas. El furioso anticristiano Nietszche se burlaba de Dostoieski diciendo: “sus personajes son gente enfermiza y débil que parece sacada de los Evangelios”. Y claro que las novelas de Dostoieski son comentarios de los Evangelios, como también lo son algunos de los mejores relatos de Tolstoi. De manera que tampoco la literatura me ha permitido alejarme demasiado de aquellas historias que leía en mi niñez.

                 Con excepción de mi padre, católico convencido, nadie en mi familia ha sido religioso. Mi abuelo anarquista que odiaba a los curas y mi madre profundamente anticlerical y librepensadora, hicieron que no respirara una atmósfera favorable a la fe. Fui bautizado porque era demasiado chico como para impedirlo, y luego -para desesperación de mi padre- me negué a seguir el catecismo y tomar la comunión. Sin embargo, acompañé durante algunos años a mi padre a misa, tal vez más motivado por cierta feligresita rubia de la que estaba enamorado que por verdadera religiosidad. Pese a ser tan agnóstica, mi madre me regaló una enorme Biblia para niños, hermosamente ilustrada y en más de diez tomos, y me la devoré como si fuera una novela antes de cumplir diez años. Desde entonces, hasta la fecha, la Biblia ha sido uno de mis libros de cabecera, y no recuerdo haber pasado una semana de mi vida sin haber leído algún pasaje. Caso curioso para alguien que se declara ateo, pero la Biblia siempre me encantó, siempre me produjo deleite, en especial el Nuevo Testamento, ciertos profetas, y los libros sapienciales.

              Debo, pues, hacer dos advertencias de buena fe. No escribo sobre Jesús desde la fe sino desde el escepticismo. Pero a la vez mi visión es profundamente admirativa hacia ese maestro espiritual de la humanidad. No formo parte de lo que yo mismo he definido como “apologética antijesuana” de ciertos escritores e historiadores presuntamente “académicos” que consideran un fin loable presentar una imagen fuertemente degradada de Jesús, y a los que refuto en varios de mis artículos. Pero tampoco se espere encontrar en este abordaje adhesión a dogmas teológicos o doctrinales de ninguna iglesia.

            Mis reflexiones sobre la figura, vida y doctrinas de Jesús indagan sobre un Jesús humano, un Jesús para no creyentes, esperando puedan ser leídas por un creyente sin sentirse ofendido en su fe. Como se ha adoptado una metodología histórica, no se admiten por principio como hechos reales los contrarios a las leyes naturales, los eventos milagrosos -aunque, como explicaremos, hay algunos “milagros” que deben ser aceptados, precisamente por no ser tales a la luz de los conocimientos modernos-. En esta humanidad cultora del odio y la violencia, desesperada por las riquezas y el poder, ya es bastante “milagroso” que un hombre como Jesús haya existido alguna vez.

                Esta perspectiva del Jesús humano centrada en sus enseñanzas y no en los dogmas de fe no tiene nada de novedosa y ha sido frecuentemente cultivada, desde el Jesús de Renán hasta el de Tolstoi. Precisamente Soloviev criticaba a Tolstoi con dureza y acritud por haber hecho un Jesús progresista y humano, sin comprender que la esencia de Jesús no son sus enseñanzas sino su persona humano-divina, su condición de Cristo. Pero Soloviev era religioso, y mis reflexiones no son teológicas, sino de indagación histórica y ética.

 

 

 

            ¿Dudamos que Jesús tenga algo que enseñarnos en el siglo XXI, que tenga algún sentido perder el tiempo con él si no somos creyentes? ¡Miremos un poco alrededor!

Este nuevo siglo nos encuentra hundidos en un mar de contradicciones.

Nuestras habilidades mentales y técnicas han logrado penetrar los abismos interestelares y contemplar las entrañas de las galaxias más remotas para conocer su naturaleza, su composición, su evolución. Pero nos hemos vuelto incapaces de mirar el interior del corazón humano.

La esperanza y el dolor de nuestros semejantes se han convertido en enigmas inescrutables, como si se tratara de astros remotos a miles de años luz de nosotros, porque hemos perdido la capacidad de empatizar con ellos y de comunicarnos con nuestro silenciado ser interior.

Hemos acumulado conocimientos sobre el mundo físico y nos hemos vuelto ignaros en los terrenos más elementales del autoconocimiento, que la sabiduría antigua consideraba prioritario, y miramos con desdén, como a primates, a los sabios de otros siglos porque no disponían de telescopios espaciales y computadoras.

Perdimos la habilidad de comprender la parábola, la metáfora y el mito como fuentes de verdades, y nos hemos desconectado casi por completo de la intuición natural, conservando de la vida instintiva solamente el instinto de agresión y el odio tribal.

Ni siquiera somos capaces de entender el sufrimiento de los otros seres vivos, de quienes seguimos creyendo que han sido puestos en el mundo para nuestra diversión y provecho, y los torturamos y destruimos sin razón alguna, o por perversas razones de codicia.

La ciencia, la técnica, el desarrollo económico, el dominio cada vez mayor de la Naturaleza por las habilidades crecientes de manipulación humana, han dado como resultado paradójico un mundo que nos es cada vez más ajeno, hostil e ingobernable.

Creemos controlarlo todo y no podemos controlar las variables mínimas para asegurarnos la tranquilidad y la paz.

Jamás comprendimos aquella advertencia de LaoTse: “La Naturaleza es un vaso sagrado que no se puede manipular. Querer moldearlo es destruirlo. Pretender poseerlo es perderlo”.

La Humanidad se concibió a sí misma, en sus culturas hoy predominantes, como un antagonista de la Naturaleza, escindido de ella: un coloso que luchaba a brazo partido por someterla.

Y ahora, estupefacta, asiste a la comprobación de que su dominio ha traído como correlato la más profunda crisis que ha conocido el planeta.

Nuestro afán de controlar y explotar los bienes naturales ha provocado desequilibrios de tal gravedad que ocasionamos la mayor extinción de especies de que se tenga noticia, pusimos en peligro las fuentes de nuestra propia subsistencia y desencadenamos una perturbación climática sin precedentes.

Nuestra orgullosa civilización pareciera librada a los azares de fenómenos cataclísmicos autoinflingidos, aterradores, que nos han devuelto a los tiempos en que nuestros ancestros corrían a esconderse por miedo a los rayos, concebían pesadillas de un Diluvio universal y sacrificaban niños ante dioses iracundos para intentar detener sequías que se devoraban en un santiamén pueblos enteros.

Parece que estuviéramos condenados a beber el vino del olvido para extirpar el ominoso recuerdo de –al decir de Omar Khayam- “las culturas que se tragó el desierto”.

Mientras la masa de la población intenta no pensar en las amenazas futuras o las contempla con un espanto resignado, comenzando a padecer las consecuencias de tanta devastación bajo la forma de “refugiados ambientales”, obligados a migrar por haber sido despojados de sus fuentes tradicionales de subsistencia, las élites sueñan con asegurarse un escape interplanetario en un Arca de Noé cósmica que las lleve a otros planetas todavía no destruidos, cuando llegue la hora de “descartar”, por arruinada, a la sufriente Tierra (“cultura del descarte”, dice el Papa Francisco), huyendo del diluvio que ellas mismas han provocado con su colosal egoísmo.

        Desde que en el siglo XVIII los filósofos y los revolucionarios proclamaron la búsqueda de la felicidad como un derecho fundamental de las personas, hemos consagrado nuestros mayores esfuerzos a ser felices. Nunca se habló tanto de felicidad como en los últimos trescientos años. Los pensadores, los políticos, los Estados, las corporaciones, los predicadores, las publicidades que nos aturden noche y día, los psicólogos, los cuerpos de leyes, los gurúes, los artistas, el cine, la televisión, las redes sociales, no hacen más que hablarnos de felicidad. La promesa de una felicidad siempre elusiva nos lleva a agotar nuestras vidas en procura de satisfacciones que jamás alcanzamos.

Nos sometemos a los mandatos de un sistema económico basado en la explotación de nuestras fuerzas vitales, no sólo en procura de subsistencia material, sino también porque creemos que, gastando los ingresos penosamente obtenidos, consumiendo ciegamente y sin cesar, adquiriendo productos con sus “marcas” dadoras de prestigio y su aura de bienestar otorgada por la industria publicitaria, acumulando y descartando objetos, personas o experiencias –“cultura del descarte”-, alcanzaremos ese estado de felicidad individual que se nos propone como meta principal de la existencia humana desde el día mismo de nuestro nacimiento.

Y a pesar de esta constante y frenética búsqueda, a despecho de nuestras pretensiones de mostrarnos “felices”, “realizados”, “colmados” y “plenos” a los ojos de los demás, nuestros días transcurren en medio de un agobio, un tedio, una insatisfacción y una tristeza tan insoportables que debemos apelar a toda clase de drogas, alcohol, narcóticos, calmantes, somníferos, absurdos pasatiempos, shoppings, automóviles, accesorios tecnológicos, pantallas, distracciones audiovisuales, glotonería, desenfreno, miríadas de invenciones que han extremado el ingenio humano y movilizan ingentes masas de recursos y gigantescas industrias, sin más propósito que calmar nuestra necesidad imperiosa de olvido.

Olvido de que somos profundamente infelices: de que tarde o temprano moriremos sin haber conocido un solo instante de genuina alegría.

            Ni siquiera los niños de las clases acomodadas, con las necesidades básicas cubiertas, escapan a este panorama. Agobiados desde la cuna por la sobre-exposición a los estímulos tecnológicos, sometidos a exigencias incontables de adaptación al sistema económico, cargados de obligaciones o disipando su tiempo libre en vanas fantasmagorías digitales, ya no saben en qué consiste una infancia feliz y despreocupada. Crecen con estrés, con obesidad, con diabetes y otras enfermedades propias de una vida sedentaria, con síntomas de peligroso aislamiento, con ansiedades y angustias aumentadas por las insatisfacciones que proyectan en ellos sus neuróticos progenitores. La infancia, incluso de los niños privilegiados, ha dejado de ser esa “edad de oro” que evocaba José Martí, ese terreno de inocencia y naturalidad que hizo decir a Jesús: “De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.” (Mt, 18,3)

¡Y ello, por no hablar de la inmensa mayoría de los niños, que no gozan de tales privilegios, que no corren peligro de ser obesos porque a duras penas pueden alimentarse, que por millones se ven sometidos al hambre, a la guerra, a la prostitución, a la droga, a la explotación laboral, a la pedofilia y el asesinato, al abandono y al desamor!

Estudiamos la historia para aumentar nuestro orgullo, contemplando con desprecio las culturas del pasado, a las que suponemos dominadas por la barbarie y la crueldad. Nos escandalizamos por los sacrificios humanos de las religiones antiguas, y somos incapaces de ver que a diario millones de personas son sacrificadas en el altar del nuevo dios que todo lo domina y que exige continuos y renovados holocaustos: el Dios Dinero, el Dios Prestigio, el Dios Mercado, el Dios Partido, el Dios Revolución, el Dios Líder, el Dios Poder. Creemos que los sacrificios de los aztecas son más terribles que los “daños colaterales” de nuestros modernos misiles, o que el sufrimiento y la muerte que ocasionan la trata de personas, el narcotráfico, el terrorismo o el imperialismo.

Hemos hecho un culto de la libertad, para descubrir que hoy somos más esclavos que nunca: que nuestros gustos, ideas y preferencias son escrutados por espías silenciosos que planifican nuestro consumo y elaboran ingeniosos métodos para manipular nuestras decisiones, con la misma falta de escrúpulos evidenciada en la manipulación biológica. Somos estudiados, clasificados y manipulados a través de las redes sociales, las cámaras de vigilancia callejeras, los satélites, los drones: el omnipresente Ojo de Orwell se ha vuelto pesadillesca realidad. Nos miran desde el cielo, nos filman, guardan nuestro ADN y nuestras proporciones faciales para identificarnos en cualquier lugar, oyen nuestras conversaciones más íntimas y penetran en nuestras alcobas, de acuerdo a las necesidades de control de esos agentes del Anticristo que denominamos “Gobiernos” y “multinacionales”. Sólo San Agustín llegó a atribuir a Dios Omnipotente semejante grado de intervención en la vida de las personas.

Ya ni siquiera podemos escapar al control de los poderosos huyendo a la selva o a la montaña porque ya no existen territorios vírgenes: todo ha sido conquistado, ordenado, catalogado y sometido a supervisión y vigilancia; casi no hay tierras baldías; han triunfado estrepitosamente el alambrado, las vallas, los muros, las rejas, las jaulas, las fronteras y todos los mecanismos concebibles para someter a sempiterno control nuestra simple libertad ambulatoria.

Creíamos haber superado los viejos nacionalismos belicistas luego del desastre de las dos Guerras Mundiales del siglo XX, con sus trincheras, su gas venenoso, sus cohetes, sus bombas atómicas, sus hornos crematorios; y hoy vemos renacer las ideologías excluyentes, odiadoras, despreciadoras del diferente, perseguidoras del inmigrante, exaltadoras de espantajos tales como el “ser nacional”, el “soberanismo”, el “Estado-Nación”, las “fronteras” infranqueables, la Libertad norteamericana, la Gran Madre Rusia o el Partido Comunista Chino.

Pensábamos haber conquistado la razón, la capacidad de juicio crítico, la ciencia, como métodos infalibles para conocer “la verdad”; nos burlamos de los antiguos mitos y restamos toda veracidad y todo valor al conocimiento “no racional”; y al mismo tiempo estamos dispuestos a creer las peores mentiras y tonterías que maliciosamente se difunden, las “fake news” más ridículas y los más desvergonzados embustes, siempre y cuando halaguen nuestra vanidad, deseos, prejuicios y odios.

             En medio del extravío, estamos inclinados a seguir hasta la guerra y la devastación a cualquier bufón arrogante y seguro de sí que nos prometa el paraíso, la gloria nacional, el bienestar propio y la humillación de quienes consideramos nuestros enemigos.

Tal parece que hubieran llegado los tiempos del vaticinio escatológico (Mt 24, 5-12): “Y oiréis de guerras y rumores de guerras (…)  Porque se levantará nación contra nación, y reino contra reino; y habrá pestes, y hambres, y terremotos en diferentes lugares.   (…)  Y muchos falsos profetas se levantarán, y engañarán a muchos; y por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará.”

            ¿El amor? Al igual que la felicidad, no hay palabra más manoseada en el mundo que nos rodea. Los más fanáticos odiadores invocan constantemente “el amor” para sus horrendos crímenes, los cuales invariablemente perpetran en nombre del amor a Dios, al Islam, a la Patria, a la Civilización, a la Revolución, al Pueblo, a la Justicia, etc., etc. Mezquinos y egoístas, nos llenamos la boca de declamado “amor”: amor que adoptamos como un artículo más de consumo, como una moda o una prenda de buen tono. Incapaces de amar, nos encanta que nos hablen de amor en las canciones que consumimos y en las escenas románticas de las producciones audiovisuales que contemplamos extasiados. Decimos amar a nuestros hijos cuando sólo amamos en ellos a nuestro propio ego proyectado; si pretendemos adoptar a una criatura, queremos elegirla como si fuera un automóvil: de tal edad, de tal color de piel… Decimos desbordar de amor, pero estamos dispuestos a destruir a la persona amada cuando ésta no nos corresponde; decimos amar a la Humanidad pero damos vuelta la cara ante el sufriente y fingimos no ver a los niños que mendigan en las calles.

Hablamos todo el tiempo de amor para disimular nuestra absoluta falta de amor, pues sólo somos capaces de profesar un frío y venenoso egoísmo.

            Y mientras se abren ante nuestros ojos perspectivas de magníficas conquistas tecnológicas, percibimos internamente, como en un vago y sombrío presentimiento, que el mundo se encuentra cada vez más amenazado, y nos refugiamos en el odio para sobrellevar el temor.

            Notamos que hemos conquistado el mundo, como especie, hasta los límites de lo conquistable, pero que algo se ha perdido en el camino.

Como en la antigua advertencia evangélica, en nuestro inconsciente nos damos cuenta de que no sirve de nada conquistar el mundo si hemos perdido nuestras almas…

            No sabemos adónde dirigirnos en busca de guía. Apelamos a toda clase de mentiras piadosas, a curanderos y charlatanes que nos prometen un poco de paz. Indagamos en viejas religiones cuya mayor seducción es, para nosotros, su exotismo.

No nos damos cuenta de que cerca nuestro se encuentran muchas de las respuestas que anhelamos. No nos damos cuenta, porque esas respuestas han sido oscurecidas por una madeja de formidables intereses, y porque no estamos dispuestos a renunciar a nuestras cadenas de oro.

            Hace dos mil años hubo un hombre –para algunos un sabio, para otros un utopista exaltado, para otros el Hijo de Dios- que contempló en profundidad los abismos del corazón humano y brindó un mensaje. Un mensaje sencillo pero que hoy concebimos como de casi imposible cumplimiento. A tal punto ha llegado la saturación de mentiras que nos agobian, que las verdades más elementales nos parecen incomprensibles e irrealizables.

Ese hombre vivió en un mundo muy diferente del nuestro, pero igualmente sometido a la desesperanza y la falta de futuro para las vastas mayorías que habitaban las orillas del Mar Mediterráneo.

Su mensaje no nos es ajeno: hemos crecido, en Occidente, oyendo sus ecos fragmentarios y distorsionados; concurrimos a iglesias que dicen perpetuar sus enseñanzas; nos inclinamos ante gobiernos que se proclaman sus fieles; y, sin embargo, nos hemos vuelto incapaces de comprenderlo.

Está a nuestro alcance, pero nos parece indeciblemente lejano.

Preferimos buscar en otras culturas la sabiduría que nos consuele de nuestras aflicciones, y olvidamos volver a esa voz que alguna vez oímos en nuestra infancia.

Tanto estimamos nuestras cadenas de oro que rechazamos “desaprender” las máximas de nuestra maldad y esclavitud y volvernos “como niños” para intentar entenderlo.

En uno de sus últimos libros reflexionaba Sábato con lucidez:

No sé si alguien, antes de Berdiaev, predijo que volveríamos a una nueva Edad Media. Sería posible y también sanante. Ciertos elementos parecieran estar presentes indicando semejanzas, como el estado de putrefacción del poder en Roma, donde el cuidado que se había puesto en la elección de los sucesores del César decayó hasta la irresponsabilidad, que es un grave síntoma; la tendencia a enfeudarse, por los peligros externos. Entonces, como ahora, afuera no había seguridad y la violencia diezmaba a quienes no quedaban protegidos por las murallas. También la drástica división entre poderosos y pobres; la creciente religiosidad. (…)  Sentimos la Edad Media como noche, como tiempo severo, austero, cuando todo el esplendor de la civilización romana fue acallada. Berdiaev dice: “La noche no es menos maravillosa que el día, no es menos de Dios, y el resplandor de las estrellas la ilumina, y la noche tiene revelaciones que el día ignora. La noche tiene más afinidad con los misterios de los orígenes que el día. El Abismo no se abre más que con la noche.”

“Para nuestra cultura, la noche sería la pérdida de los objetos, que es la luz que nos alumbra. ¿Quién podrá guiarnos hoy?, ¿quiénes son esos seres humanos que, como Juana de Arco o el pequeño David, convirtieron una historia con la sola ayuda de su fe y de su coraje? Así como en la muerte individual hay algo que sucede en el espíritu, y que da lugar a la aceptación de la muerte, es importante que nuestra cultura termine de deshojarse. Toda conversión, como la muerte misma, tiene un pasaje, un tiempo para abandonar los rasgos del pasado y aceptar la historia como se acepta la vejez. Hacernos cómplices del tiempo para que caigan los velos y se desnude la verdad simple. Si algo se les debe a los hombres es la posibilidad de que la verdad madure y se muestre una vez por entero, sin las distorsiones de la propaganda o de los oportunismos.”

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