EL HOMBRE QUE VIVIÓ TU VIDA, EMILIO (cuento de Javier Garin)





por Javier Garin


 




EL HOMBRE QUE VIVIÓ TU VIDA, EMILIO. Por Javier Garin.

Emilio, hiciste la colimba el año siguiente a Malvinas. Te destinaron al sur. En uno de tus francos fuiste a bailar a un club de una localidad cercana. Conociste a una chica muy linda. Se llamaba Mirta. Tenía hermosos ojos y una mirada dulce de pueblerina. Emilio, vos eras tímido y no habías tenido novia. Te enamoraste. La visitaste todas las veces que pudiste. Casi te alegrabas de haber hecho la colimba: gracias a esto la habías conocido. Antes de volver a Buenos Aires, la besaste por enésima vez. Estuvieron a punto de hacer el amor en un descampado. Juraste que volverías por ella.
Ya en tu casa, Emilio, pensabas firmemente en regresar al sur. Ustedes se escribían, se llamaban. Después tuviste que empezar la facultad. Los planes se pospusieron. Conociste a otra chica, Silvia, compañera de estudios. Te enamoraste de Silvia y olvidaste a Mirta. Pensaste que lo anterior no había sido amor sino un sueño, una preparación.
Un día Mirta se apareció en tu casa. La miraste estupefacto. No supiste qué decirle. Ella dijo:
-Vine a visitar a una tía y quise pasar a preguntarte en persona si todavía me querés. Ya sé que es difícil querer a la distancia. Pero si no me querés más decímelo. Así ya no te espero.
Te tomó de sorpresa, Emilio. Tuviste vergüenza y no te animaste a decirle la verdad. Pero después de pasear por el centro y por la costanera, después de volver a besarla, pensaste que aún la querías, que las querías a las dos, y que no podías mentirle. Le confesaste que estabas saliendo con otra. Mirta se puso a llorar.
-Lo sabía. No estoy enojada. Solo triste.
-Pero también te quiero -dijiste torpemente, Emilio.
-¿Y cómo podés querer a las dos?
-No sé. Seré anormal. Pero te quiero y la quiero y no quiero perderlas.
Ella te respondió:
-Yo soy una chica de pueblo y no tu novia de temporada. Quiero casarme con vos y tener hijos. Pero vos querés otra cosa que no te puedo dar. Y además estás estudiando. Yo no puedo venir a vivir aquí y vos no podes ir a mi pueblo. Lo mejor es que me olvides. El sábado tomo el micro en Retiro. Por si querés venir a despedirte.
Te quedaste triste, Emilio. Tan triste que en esos días no hiciste más que torturarte. Imaginaste qué sucedería si, en vez de seguir tu vida, lo dejabas todo y te ibas con Mirta. La familia de ella tenía buena posición y eran dueños de una estación de servicio. Tal vez te darían trabajo y después de un tiempo ustedes podrían casarse. Sentiste que la querías tanto como para intentarlo. En secreto fuiste a la terminal y compraste un boleto en el mismo micro, Emilio.
Pero hasta aquí llegó tu osadía. Recapacitaste: era demasiado loco aventurarse así. Tenías planes muy diferentes, sueños que perseguías desde niño. Tus padres jamás aceptarían que abandonases tus estudios, Emilio. Y si todo salía mal, ¿cómo reanudarías tu vida? ¿Acaso estaba tan mal encaminada? ¿No querías a Silvia? Todo esto era una confusión, una muestra más de tu inmadurez. ¿Ibas a dejar todo por tu primera novia? Era un metejón propio de un inexperto, culpa de tu timidez y falta de roce.
El sábado fuiste a la terminal, Emilio, pero observaste a Mirta de lejos. Estaba ansiosa, despidiéndose de sus parientes sin dejar de mirar a todos lados, esperando verte aparecer. Cuando comprendió que no vendrías, se puso tan triste que a duras penas contuvo el llanto. Subió al micro. Entonces saliste de tu escondite y ella te vio a través de la ventanilla y lloró.
Mientras el micro se iba, Emilio, vos imaginaste que ibas a bordo también, con Mirta, hacia una nueva vida. En los días siguientes pensaste mucho en eso. Volviste una y otra vez a pensarte viviendo otra vida en el sur. A veces hasta soñabas. Con el tiempo, desarrollaste el hábito obsesivo de fantasear con una existencia alternativa junto a Mirta, en la Patagonia. Cuando atravesabas un malestar, dificultad o crisis personal, te refugiabas en tu segunda vida de fantasía: la que no te atreviste a vivir. En la vida real te recibiste de arquitecto, te casaste con Silvia, tuviste dos hijos y quisiste creer que eras feliz.
A los cincuenta y cinco años llevabas ya seis divorciado. Silvia se había vuelto a casar, vos no. Ganabas bien en tu profesión y eras respetado. Tus hijos eran grandes y habían formado sus propias familias. No tenías nietos, pero los tendrías. Te diste cuenta de que tu vida era muy rutinaria y nadie te necesitaba. Ya habías cumplido tu papel. Tus padres podían descansar tranquilos en sus tumbas porque habías sido un hombre sumamente cuerdo y práctico.
Una empresa turística te contrató para diseñar un complejo hotelero en la costa patagónica. Te engañaste a vos mismo fingiendo que no pensabas en Mirta, tu primera novia, ni sentías curiosidad. Viajaste e inspeccionaste el emplazamiento del proyecto. Estuviste varias semanas muy ocupado y sin salir de tu cuarto de hotel y la oficina que te dieron. Al fin un día estuviste libre. Decidiste recorrer la zona y simulaste ante vos mismo que pasabas por el pueblo de Mirta por mera casualidad, Emilio.
Detuviste el vehículo de alquiler en la rotonda de acceso al pueblo.
-¿Y qué será de Mirta - te dijiste, como si fuera la primera vez que lo preguntabas-. ¿Vivirá todavía aquí? ¿Se habrá mudado? ¿Tendrá pareja, hijos?
Arrancaste e ingresaste a la población. Cargaste nafta en la estación de servicio de la entrada y preguntaste si seguía perteneciendo a la familia tal, la de Mirta. El empleado te miró raro.
-¿Está de broma, don Emilio?- te dijo el hombre.
Emilio, te sorprendiste, sí. Y más cuando quisiste pagar y el empleado se echó a reír.
-Primera vez que el patrón se paga a sí mismo- te dijo. Y se negó a cobrarte riendo. Después te preguntó si tu camioneta estaba descompuesta, ya que andabas en ese auto.
Emilio, vos no supiste explicarte aquello y no quisiste indagar más para no llamar la atención. Mientras esperabas en un semáforo, dos transeúntes te saludaron, llamándote por tu nombre de pila. Un patrullero se detuvo a tu lado y un policía te dijo:
-¿Cómo anda, don Emilio? ¿Le volvieron a robar los cuatreros?
Respondiste que no, más asombrado que nunca.
Fuiste a tomar un café en el bar del único hotel, frente a la plaza central. Todos te saludaron. El mozo te trajo un desayuno antes de que pidieras nada, como conociendo tus gustos.
Emilio, sos un poco lento y deberías haberte preocupado mucho antes. Pero estabas tan atónito que sólo te preguntabas qué significaba todo aquello. ¿Cómo podía ser que te confundieran con otro Emilio, casado con Mirta, y que no sólo tenía tu mismo nombre sino también un aspecto parecido? Por momentos pensaste que se burlaban de vos.
Pero no era ninguna broma. Allí estaba esa camioneta cuatro por cuatro salpicada del barro pardo blancuzco de la meseta patagónica. Paró en la plaza, en ángulo de cuarenta y cinco grados, y la viste bajar, sí, a Mirta, del lado del acompañante. Sí, Emilio, la viste.
Poco más joven que vos, estaba muy bien para superar la cincuentena. Vestía juvenil y campestre. El viento la despeinaba. Volviste a ver su sonrisa, esa sonrisa ingenua, espontánea, de la que una vez te enamoraste. Sí, Emilio, era ella.
De la puerta trasera, Mirta bajó a dos chiquitos de cuatro y seis años, parejita linda y traviesa, y pensaste: “Deben ser nietitos”.
Se abrió la puerta del conductor. Un pie con borceguí embarrado se apoyó en la calzada. Lo miraste desde tu mesa en el bar del único hotel y sentiste aumentar tus palpitaciones.
Y entonces lo viste. O te viste. Porque ese hombre que bajó de la camioneta eras vos. Tenías el pelo un poco más largo, un poco más crecida la barba, ropa de campo y un estado físico más natural, menos oficinesco. Pero eras vos.
Te viste a vos mismo tomar a uno de los nietitos en brazos y a tu Mirta, que cargaba al otro crío, de la mano, e irse caminando por la plaza en dirección a la iglesia.
Llamaste al mozo, pagaste el café, subiste a tu auto de alquiler y saliste del pueblo raudamente, como si hubieras visto un fantasma.
Y tal vez lo viste, Emilio. Tal vez viste el fantasma de tu vida no vivida. Y te asustaste, no del fantasma, sino de la sola de idea de haberte equivocado aquella vez, al no subir al micro, y haber vivido una vida falsa, mientras que otro Emilio, de verdad feliz, vivía la vida que te estaba destinada.

Cuento de Javier Garin perteneciente a la coleccion de "Cuentos de fantasmas, diablos y otros mundos" (disponible en Amazon).

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