UNA MUJER LLAMADA NOÉ, por Javier Garin ("Historias del Fin del Mundo")

 




Por Javier Garin




                                                                 1

 

 

              -¡Dios mío! -había dicho su esposo- Estoy cansado de tus estupideces. ¿Cuándo vas a poner los pies sobre la tierra?

             No era la primera vez que oía esas palabras. En realidad, toda la vida las había oído. Su madre le había dicho un millón de veces: "Nora, Nora, sos como tu papá, con pájaros en la cabeza." Su analista había dictaminado al cabo de diez sesiones: "Perceptible atrofia del principio de realidad" Y su último psiquiatra había tomado solemnemente la lapicera para garabatear, en una aséptica hoja de prescripciones, los nombres ilegibles de media docena de medicamentos: píldoras, pastillas, grageas. las más recientes adquisiciones de la ciencia médica para aislar, identificar y destruir, en la raíz misma de la mente, el insano virus de los sueños.

             ¡Estupideces! ¡Puras estupideces!

             El anatema venía resonando desde la niñez: desde aquellos días grises que sucedieron a la muerte de su padre. Su difunto padre -el soñador, el fantasioso- era la fuente de esos humores importunos que ella había heredado: esos genes sutiles que activaban, en la intimidad de las terminales nerviosas, la maquinaria rebelde de la imaginación.

 Estupideces, sin duda.

             Una Nora adolescente se emocionaba con Dickens al encontrar, en las páginas de "Tiempos difíciles", el dilema de su vida. "Hechos, hechos, hechos", clamaba Tomás Gradgrind desde la novela, y Nora sentía esas palabras como golpes. Nora era la pequeña Sissy Jupe, la huérfana del circo, abandonada de todos y sin más patrimonio que sus tesoros imaginarios. Nora era la pequeña Sissy Jupe tratando de resguardar y poner a salvo las delicadas criaturas de sus sueños, mientras una catarata de hechos pesados como anclas -hechos duros, romos, contundentes- caía incesantemente sobre ella desde el cielorraso grasiento de la realidad.

             Puras estupideces.

             ¿La madre no había usado esas palabras cuando Nora, el día anterior a su boda, creyó descubrir en el futuro esposo un desconsiderado rasgo de materialismo? ¿No había sido la propia Nora quien trató de repetirse a sí misma esas palabras, al confirmar tardíamente que -como otra Luisa Gradgrind- había unido su vida a un hombre atestado de hechos, acorazado de hechos, y tan compacta y eminentemente prosaico como el mismísimo Josiah Bounderby de Coketown?

             Estupideces.

             Al cabo de tantos años, Nora estaba casi dispuesta a admitirlo.

             Recordaba cuando su hijo era pequeño, y ella, solícitamente, era capaz de convocar noche a noche, junto a su camita, a toda una legión de duendes, gnomos, sirenas, gigantes melancólicos, cíclopes y medusas, inocentes doncellas y hechiceras implacables. ¡Entonces sí que era afortunada! El niño era suyo: reía y lloraba con sus historias, y atravesaba a su lado comarcas sombrías con final feliz. Pero ahora no tenía tampoco ese consuelo. Matías había crecido, crecido, hasta convertirse en un adolescente hosco, irremediable caricatura de papá, adicto a los hechos y pronto a lanzar, también él, el consabido anatema.

             Puras estupideces.

 

 

 

 

 

                                                                                    2

 

            La nueva estupidez había empezado la semana anterior.

            Al encender su computadora personal para el trabajo diario, Nora encontró un mensaje de pantalla completa sin remitente conocido. Decía así:

            "He aquí que yo traigo un diluvio de aguas sobre la tierra, para destruir toda carne en que haya espíritu de vida debajo del sol; todo lo que hay en la tierra morirá, mas estableceré un pacto contigo."

            Nora pensó que era un bromista, pero al día siguiente hubo otro mensaje.

            "Porque pasados aún siete días, yo haré llover sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches; y toda sustancia que hice será raída de sobre la faz de la tierra."                                  -¡Qué ganas de jorobar! -murmuró Nora desechando el mensaje. Esta vez no pensó que fuese una broma pues había reconocido la cita bíblica. Más bien, supuso un nuevo ardid evangelizador. Mormones, Testigos de Jehová o alguna otra secta infatigable. Proselitismo informático. Si había pastores televisivos, que aullaban el mensaje de Dios por los canales de cable, ¿por qué no también en Internet?

                        Ese mediodía llegó con la correspondencia un sobre de publicidad turística. A Nora le encantaba viajar. Es decir: le habría encantado si hubiera conseguido que su esposo la acompañara. Pero su esposo no admitía más viajes que en el verano a la costa, a la casita que tenía frente al mar. Por eso Nora no perdía oportunidad de leer revistas de viajes, folletos, anuncios. Se veía cruzando el Sahara, trepando el Monte Blanco, recorriendo la India y las Islas de los Mares del Sur. Y sobre todo, las montañas: Nora amaba las montañas y los bosques. El folleto recibido tenía en la portada una foto de ariscas montañas patagónicas erizadas de púas y ceñudas de nubes. Al pie de las montañas, un lago de acero con orillas boscosas se dejaba ver a través de una mancha de margaritas silvestres que ocupaban, salidas de foco, el primer plano de la postal. Pero al fondo, entre los jirones de una tempestad reciente, se veía con claridad la sonrisa invertida de un arco iris.

                        El folleto tenía un título llamativo.

                        "VIAJE DEL FIN DEL MUNDO"

                        Nora sintió despertarse su imaginación.

                        ¿De dónde era ese paisaje?

                        Miró al pie buscando una aclaración. Sólo había una leyenda diminuta que rezaba: "Mi arco pondré‚ en las nubes, el cual será por convenio entre la tierra y Yo."

                       Abrió la página central, para descubrir nuevas fotografías dispuestas en atractivo diseño gráfico. Montañas nevadas, arroyos que fluían entre las piedras con adivinable rumor, el sombrío interior de bosques altísmos, ceremoniosos y graves.

                        "EL FIN DEL MUNDO ESTA CERCA", decía el título del texto que acompañaba las imágenes.

                        "A sólo dos mil setecientos kilómetros de Buenos Aires -leyó Nora con absorbente interés-, en donde acaban los caminos de los hombres, le espera un paraje encantado y virginal. Un mundo nuevo al final del mundo conocido. Un mundo exclusivamente reservado a Usted. Cumbres sin conquistar, bosques eternos, valles no tocados por la civilización. Una promesa de paz y sosiego a las almas exhaustas.

                        "El fin del mundo está cerca -concluía el anuncio-. Apenas dos mil setecientos kilómetros. Distancia breve para quienes buscan la entrada a un futuro mejor."

                        ¿Pero dónde queda?, se preguntó Nora. El anuncio no indicaba poblaciones ni hoteles. No decía dónde se vendían los pasajes ni el valor de la estadía. No tenía indicación alguna de la agencia turística que lo había enviado. Tampoco el sobre consignaba remitente.                        En la contratapa había, nada más, un gráfico de rutas. El lugar de destino -señalado por un círculo rojo- quedaba efectivamente en la Patagonia. Las rutas estaban trazadas con una línea llena azul, pero el último tramo era una línea punteada. ¿Qué significaban esos puntos? ¿Que no era un tramo de asfalto? ¿Que no había ruta sino un sendero?

                        Por alguna razón, Nora no tiró el folleto. Lo guardó en el cajón de su escritorio y siguió trabajando.

 

                                                                          3

 

                       Al otro día apareció un nuevo mensaje en la pantalla. Esta vez no se trataba de una cita bíblica. Esta vez decía simplemente:

                       "EL FIN DEL MUNDO ESTA CERCA.

                       Quedan seis días. Todavía estás a tiempo."

                        Nora se preocupó. La frase en mayúsculas era la misma que la del folleto. Enseguida recordó que también el folleto tenía una cita de la Biblia: una cita del Génesis, de la vieja historia del Diluvio y el arca de Noé. ¿Quién estaba jugando con ella? ¿Quién se tomaba el trabajo de enviarle aquellos mensajes y de imprimir aquel folleto lujoso, sólo para asustarla?

                        Por la noche, durante la cena, habló con su marido.

                       -Algún loco me manda mensajes a la computadora hablando del fin del mundo y del Diluvio universal.

                       -Bah -dijo el marido sin prestarle atención-. Antes las jodas se hacían por teléfono. Ahora se hacen así.

                       -No es una simple broma -dijo ella-. También me mandaron un folleto por correo. -Y se lo mostró-: Ningún bromista se toma tantas molestias.

                        El marido miró el folleto con divertido interés mientras engullía un bocado.

                       -Es una publicidad de turismo -dijo-. ¿Qué tiene de raro?

                        Nora le explicó los puntos en común con los mensajes de la computadora.

                       -Además -dijo-, ¿dónde está la publicidad? Ahí no hay ninguna dirección, ni agencia, ni precios, ni nada. ¿Qué es lo que venden? ¿A quién comprarlo?

                       -Vendría con algún volante.

                       -No, el sobre traía nada más que el folleto.

                       -¿Y qué? -dijo el marido fastidiado- Se habrán olvidado de poner el volante. Y si no es una publicidad, será algo de religión. Algún retiro espiritual. ¿No ves que habla de almas, de paz y de todas esas cosas? Los evangelistas manejan mucha plata. Están bancados desde Estados Unidos. No te sorprenda si mañana o pasado mañana llama a la puerta alguno de esos yanquis con camisa y corbata y una Biblia bajo el brazo.

                        Pero no apareció nadie, ni el día siguiente ni al otro día. Sólo los mensajes en la pantalla se repitieron.

                        EL FIN DEL MUNDO ESTA CERCA. Quedan cinco días. Cuatro días. Tres días. Todavía estás a tiempo.

 


 

 

                                                                                  4


                             El sábado el mensaje fue distinto.

                        "Mañana será tarde -decía-. El viaje no puede demorarse. Deberías revisar los frenos".

                       -Esto ya empieza a ser una estupidez -dijo Nora.

                        A media mañana apagó la computadora para ir de compras al shopping. Cuando se acercaba a destino estuvo a punto de chocar. Hubo una luz roja en el semáforo de la avenida y el pedal del freno, bajo su pie, se hundió sin fuerza hasta el fondo. El auto siguió deslizándose y pasó la bocacalle a toda velocidad. No chocó de milagro.

                        Nora dejó el vehículo en un taller al paso para un arreglo de emergencia. Dos horas más tarde, cuando salía del shopping, la abordó una anciana.

                       -¿Cómo? -le dijo a boca de jarro- ¿Todavía estás aquí?

                       -Usted me confunde -respondió Nora.

                       -No -repuso la anciana-. La marca se ve perfectamente.

                       -¿Qué marca?

                       La anciana le tocó la frente Y como Nora retrocediera asustada, sacó de su cartera un espejo.

                       -La marca -dijo.

                        ¿Vio o no vio Nora, en el reflejo fugaz de su rostro, la sombra gris de una cruz que le ocupaba la frente?

                       -No pierdas tiempo -gritó la anciana a sus espaldas, mientras Nora corría al tocador- ¡Mañana será tarde!

                       Sofocada, Nora se miró en el espejo del baño público. Pero la marca no estaba ya en su frente, si es que alguna vez había estado allí.

 

 

                                                                                   5


                        Desde ese momento, empezó a tomar la cosa en serio. Ya no podía conformarse con la explicación de la broma o la propaganda evangelista. ¿Quién o cómo podía saber que los frenos de su auto debían ser reparados? ¿Y la anciana, y su advertencia coincidente sobre el día de mañana? ¿Y la mancha misteriosa que se veía en un espejo y en los otros no?

                        Si Dios quisiera enviar un anuncio a sus hijos, pensó, ¿cómo lo haría? ¿Mandaría al ángel Gabriel a visitar uno por uno los edificios de departamentos? ¿Encendería zarzas parlantes en las plazas públicas?  ¿Haría resonar su trueno sobre el cielo apático de las ciudades?

                        No.

                        Ángeles y truenos y zarzas encendidas estaban bien en los tiempos de la vieja Israel.

                        Si Dios quisiera hablar a sus hijos de hoy, provocaría intermitencias en las señales de los televisores. Pondría carteles cifrados en el carnaval de neón de las avenidas. Tejería jeroglíficos de fina luz en los misteriosos circuitos de las computadoras. Y enviaría anónimos folletos por el correo domiciliario.

                       "El viaje no puede ser demorado", decía el mensaje de esa mañana, el mismo que premonitoriamente le recomendaba arreglar los frenos. ¿Pero por qué Dios se iba a ocupar de unos frenos fallidos? A menos que el auto fuera la versión modernizada del arca de Noé: el medio propicio para escapar de la ciudad amenazada por Su ira.

                       Y escapar, ¿adónde? A las montañas, por supuesto. Hacia el mundo nuevo que la esperaba al final del mundo. El refugio para las almas exhaustas... ¿de quién? De los elegidos. ¿O no tenía ella la marca?

                       -¿Tomaste las pastillas que te dio el psiquiatra? -atinó a preguntar su estupefacto esposo, en la mesa de la cena, cuando ella le propuso salir de viaje esa misma noche.

                       -Estoy hablando en serio -insistió Nora -. Sé que mañana algo va a pasar.

                       Su esposo y su hijo se miraron.

                      -Sí. Claro que algo va a pasar. Mañana es domingo y por fin voy a poder descansar -dijo el hombre.

                       -Bueno -dijo ella- ¿Y por qué no descansar en el campo? ¿Hace cuánto tiempo que no salimos de paseo? Hoy hice arreglar los frenos del auto y el mecánico dice que está perfectamente. Podríamos salir a la madrugada. Vos, Matías y yo. Como cuando éramos más jóvenes.

                       -Yo no -dijo Matías-. A la noche pienso salir a bailar.

                       -Por una vez podrías dejar de ir a esos boliches -dijo Nora-. Por una vez podrías salir con tus padres.

                       -Voy a ir a bailar -dijo Matías-. No sé qué te atacó.

                       El marido sorbió un poco de agua mineral antes de responder:

                  -Sinceramente, Nora... ¿Para qué te la agarrás con el chico? ¿Y cuál es la necesidad de salir disparando? Sabés que no me gustan las salidas sorpresivas.

                       -¿Por qué no? -insistió Nora con ansiedad creciente- De novios te gustaban.

                       -¡De novios! Estás hablando de hace mucho tiempo. Ahora tengo obligaciones.

                       -Pero no sería nada extraordinario -dijo Nora argumentando con disimulada desesperación-. Vayamos a cualquier lado. Vayamos a Chascomús. El asunto es salir. Después veríamos...

                       -¿Veríamos qué?

                        Nora se detuvo.

                       -Veríamos qué pasa -dijo en tono suplicante.

                        Marido e hijo volvieron a mirarse. Nora continuó con renovada decisión:

                      -Por favor, gordo. ¿Qué tiene de malo una salida? ¿Hace cuánto no me llevás de paseo? -y de pronto, al comprobar que sus súplicas eran inútiles, prorrumpió-: Algo va a pasar en Buenos Aires. Lo sé, lo sé. ¡Si no salimos ahora mismo vamos a morir sepultados en esta ciudad!

                       -¿Y qué tiene de malo Buenos Aires? -dijo su marido con enojo - Siempre nos gustó vivir acá.

                        Nora se puso a llorar con impotencia. Su esposo se echó atrás en el asiento bufando de disgusto. Matías se levantó de la mesa y se fue a su habitación.

                       -Algo va a pasar -gemía Nora-, algo va a pasar.

                        Entonces fue que el hombre dijo, como otras tantas veces:

                       -¡Dios mío! Estoy cansado de tus estupideces. ¿Cuándo vas a poner los pies sobre la tierra, me querés decir?

 


 

                                                                                  6

    

                          La casa estaba en silencio. Su esposo dormía en la cama conyugal. Su hijo había salido con los amigos. Nora estaba sola en su cuarto de trabajo, frente a la computadora apagada. No se atrevía a mirar la pantalla nuevamente.

                        Frente a sí tenía el folleto de viajes y el sobre en que había llegado. Leía maquinalmente su nombre inscripto en el sobre. Señor: Nora Ofelia Expósito. Señor: Nora Ofelia Expósito.

                        "Mi nombre completo, pensó de pronto. ¿Por qué no mi nombre de casada? ¿Querrá significar que el mensaje estaba destinado solamente a mí?"

                        ¿Y por qué incluía ese horrible segundo nombre, que Nora nunca usaba? Ofelia, el nombre heredado de su abuela. Nora odiaba el nombre de Ofelia. Lo había desterrado de su firma. ¿Por que aparecía en el sobre?

                        A menos que...

                        Nora tuvo un sobresalto.

                         A menos que hubieran querido destacar sus iniciales. N.O.E.

                       Noé.

                        Nora encendió la computadora.

                        El mensaje era perentorio.

                        "FALTAN UNAS HORAS. TODAVIA ESTAS A TIEMPO."

                        Se levantó de un salto, tomó las llaves del automóvil y corrió hacia el garaje.

                        Afuera la noche era clara y despejada. No había nubes ni lluvias en ciernes. ¿Pero por qué pensar en una lluvia de agua? Había otras lluvias. Había lluvias ácidas, lluvias radiactivas.

                        Nora subió al auto y, antes de encenderlo, imaginó la ruta. Se vio a sí misma alejándose por la ruta desierta bajo la imprecisa atmósfera de la madrugada. Las estrellas giraban en el inmenso cielo abierto, y las líneas blancas del camino, uniéndose en el horizonte y en la sombra, eran como una incitación. Se vio huyendo a toda velocidad por los campos de la noche, hacia un destino remoto, un destino con montañas erizadas de púas y bosques callados como catedrales, en cuyos cielos apenas entrevistos se dibujaban las líneas de un arco resplandeciente. Huía, y era libre, y la esperaba un mundo nuevo al final del mundo. Y huía como un ladrón.

                        Nora dejó de respirar. Sus dedos se negaron a hacer girar la llave de encendido. Nora estaba llorando. Pensaba en su esposo que roncaba en el lecho y en su hijo Matías que bailaba inadvertido en la discoteca, en ese mismo instante.

                        Volvió a cerrar la puerta del garaje. Fue hasta su cuarto de tareas y apagó la pantalla en donde letras blancas y titilantes anunciaban una y otra vez: "TU TIEMPO YA HA PASADO". Se acostó junto a su esposo sin despertarlo y permaneció en silencio, pensativa.

                        ¿Quién le había mandado meterse en ese laberinto de servidumbres domésticas, donde naufragaban todas las arcas, y donde resignados Noés con faldas y delantales de cocinas sucumbían en un estúpido mar sin imaginación?

                        Nora secó sus lágrimas y se puso en la boca, definitivamente, una pastilla para dormir.


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