CUENTO DE REYES: LA MULTIUSO AZUL, por Javier Garin

 



por Javier Garin

 

             


 

 

                                                          1


No sé si la felicidad existe. Pero, si existe, no puede ser mejor que un pibe en bicicleta.

¿Cuál es la diferencia entre arrastrarse y volar? Una bicicleta.

¿Cuál es la diferencia entre ver pasar la vida fugitiva y vivirla? Una bicicleta.

Ningún pequeño explorador del suburbio ha recorrido a pie las ignotas comarcas situadas más allá de su barrio.

A pie, no hay esperanza de llegar a un incendio antes de que lo apaguen los bomberos.

Pero un par de pedales girando en el vacío, un par de ruedas que zumban sobre el asfalto caliente... ¡Eso sí! ¡Eso transforma a cualquier pibe en dueño del tiempo y el espacio!

Al acercarse el verano de sus once años, Edu tenía muchas posesiones valiosas. Una colección de insectos, una biblioteca de ocho novelas infantiles, quinientas bolitas conquistadas en infinidad de desafíos, una camiseta de Boca Juniors... Pero ninguna le era más querida que su vieja, trajinada multiuso azul.

Montado sobre ella, Edu era mucho más que un ciclista.

Era un osado piloto de aviones supersónicos.

Era un astronauta en misión a Júpiter.

Era el cóndor que se lanza en picada hacia lo profundo del valle.

¿Hay alguien tan infortunado que no haya conocido, en su niñez, esas metamorfosis?

 

 

                                                          2

 

Ese verano, sin embargo, comenzó mal.

En primer lugar, el papá de Edu, hombre ya mayor, perdió el trabajo.

Se había metido en una huelga o reclamo y lo despidieron.

“Esto me pasa por defender a un montón de atorrantes”, murmuraba. “Nadie movió un dedo para defenderme a mí”.

Hubo preocupación en la casa: caras largas, silencios de plomo.

El hombre salía de mañana con el diario bajo el brazo y regresaba por las tardes más taciturno y triste de lo que se había ido.

Y cada noche, después de cenar, se quedaba solo en la mesa, repasando cuentas, trazando garabatos en un papel.

A veces su mujer le decía:

“No te amargues. Nadie se muere de hambre en este país. Ya conseguiremos algo mejor

Pero él no se mostraba muy convencido.

Un día vino tío Alfredo, que era su hermano mayor, y le dijo:

“¿Por qué no vas a verlo a don Antonio? Dicen que le va muy bien en su taller. Pedíle trabajo. Ya pasaron muchos años desde la pelea que tuviste con él.

“¿Vos estás loco?”, respondió el papá de Edu, “¿Te creés que no tengo orgullo?”

“Cuando uno pasa necesidades y tiene familia no debe ser orgulloso”, le respondió tío Alfredo con frío pragmatismo.

El papá de Edu se enojó tanto que salió dando un portazo.

La mamá de Edu no decía nada. Pero un día en que éste volvió de un largo paseo en bici, satisfecho por haber llegado en excursión a las remotas regiones de Adrogué, al entrar de improviso en la cocina la sorprendió llorando.

“¿Qué te pasa, mamá?”

Sobresaltada, ella ocultó inmediatamente su amargura bajo una ardua sonrisa.

“Nada, querido”, respondió. “A veces los grandes nos ponemos tristes. Pero después se nos pasa. Andá a jugar, hay que jugar mientras se pueda.”

Como si todos estos contratiempos fueran pocos, no tardó en ocurrir otra pérdida. Sucedió que una mañana soleada de sábado el papá de Edu vendió repentinamente su Falcon.

Quería mucho a ese auto. Solía destinar las tardes del domingo a lavarlo y lustrarlo. Era la alfombra mágica que, de vez en cuando, transportaba a toda la familia a países maravillosos: al mar rugiente, a las sierras azules... Siempre bromeaba diciendo que, en la escala de sus afectos, el Falcón venía detrás de su esposa y de su único hijo, aunque no muy lejos.

Por algún comentario, Edu supo que el Falcon había sido vendido a causa de “la Hipoteca”. No tenía idea de quién era esta señora Hipoteca, ni por qué había que hacerle caso. Pero, evidentemente, debía ser muy mala persona para obligar a papá a desprenderse de un bien tan querido.

 

 

                                                          3

 

Como la desgracia nunca viene sola, no pasaron muchos días antes de que esta mala suerte se ensañara tambien con Edu.

Había ido a jugar al fútbol a la placita del reloj; jugó muy bien e hizo dos goles. Al terminar el partido lo aguardaba una sorpresa.

Con horror descubrió que su vieja multiuso ya no estaba detrás del arco.

“¡La robaron!”, exclamó, negándose a creer tamaña infamia.

El Guille lo ayudó a buscarla. Recorrieron la plaza del reloj de una punta a la otra. Preguntaron a cuanto chico se les cruzó en el camino. Inútil. La bicicleta no apareció y nadie sabía nada.

El Guille transportó a Edu en el portaequipaje. Era muy amarga la sensación de ser llevado. Era como haber perdido las alas.

Edu llegó a casa en mal momento. Cuando entró a la cocina, su papá agitaba unos documentos y discutía con la mujer. Vieron al chico lloroso y se interrumpieron.

“¿Y ahora qué pasó?”, preguntó el papá con furia.

Edu le contó tartamudeando. El hombre arrugó la frente y le dio un sopapo imprevisto.

“¡Estúpido!”, gritó, “¿Te creés que nos sobra la plata para andar tirando las cosas?”

Nunca le pegaba porque era su único hijo, nacido en su madurez. En todos esos años de incontables travesuras, Edu no recordaba más que tres palizas de su mano, y las tres merecidas ampliamente. Pero aquel sopapo le dolió más que ningún golpe recibido o por recibir, incluyendo la pérdida de la bicicleta.

El hombre se arrepintió enseguida. Al poco rato fue a buscar a Edu al dormitorio. Le contó un cuento de lobizones, de esos que solía contar en tiempos más alegres. Prometió que, en cuanto las cosas mejoraran, compraría a su hijo una bicicleta mejor que la robada.

Edu quiso perdonarlo. Pero, aún dolido, no respondió.

 

 

                                                          4

Así fue cómo tocaron el fondo de la mala suerte.

A los pocos días un nuevo optimismo se instaló en la casa. Era que el papá de Edu por fin había conseguido trabajo.

Vinieron las fiestas de fin de año, y hubo nueces y matambre y sidra. Hasta hubo cohetes para hacer estallar en el baldío. Mamá se esforzó como nunca en sus artes culinarias. Hizo milagros convirtiendo en manjares los platos más comunes. Había menos cantidad que otros años, pero a todo el mundo le pareció que nadaban en la abundancia.

La mañana de Reyes, Edu se despertó sin ilusiones porque sabía que las cosas aún no andaban bien. Desayunó sin que nadie le dijera nada en especial. Al salir al patio se encontró con un balde de agua casi vacío y un montón de pasto desparramado en el suelo por los camellos de los Reyes. Hacía años que Edu no creía en los Reyes. ¡Pero qué maravilloso recobrar, por un momento, el don de la credulidad!

Corrió al galponcito de herramientas que él había convertido en sala de juegos y refugio personal.

Allí, en un rincón, esperaba la bicicleta más extraordinaria que hubiera visto nunca.

Nueva, refulgente y azul. Con espejitos y ojos de gato. Con banderines y cintas de color de Boca.

Papá y mamá observaban desde la cocina con satisfacción.

¿Y qué decir del resto de ese día? No hubo loma por la cual Edu no se echara a rodar, ni sendero que no recorriera a toda marcha, ni puente sobre el arroyo que dejara de cruzar a lomos de su flamante cabalgadura.

Esa noche estuvo a cenar el tío Alfredo. Mientras picaban en la mesa del patio, tío Alfredo le dijo a su hermano:

 “Hiciste bien en pedirle trabajo a don Antonio. Cuando uno pasa necesidades debe dejar el orgullo a un lado”.

El papá de Edu no respondió, como si estuviera avergonzado.

Al mirarlo de reojo, Edu lo vió más viejo, más canoso que la última vez que lo había observado con un poquito de atención.

Pero enseguida se dio cuenta de que, pese a todo, el hombre estaba contento.

Y es que el papá de Edu no sabía si la felicidad existe. 

Pero pensaba, como nosotros, que, si existe, no puede ser mejor que un pibe en bicicleta...



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