LA TUMBA BAJO EL CIRUELO (cuento de fantasmas suburbano) de Javier Garin (de "Historias del Fin del Mundo")

 



 

  Cuento de fantasmas suburbano de Javier Garin (de "Historias del Fin del Mundo")

 


 

                                                                          1

 

                          Entre las historias de horror que han sobrevivido en la tradición oral de mi familia, ocupa un lugar destacado el crimen de los Cansino.

                         La prensa amarilla de entonces sacó buen jugo al asunto. Reunía los ingredientes: una madre malvada, tres hijos sumisos, un crimen oculto en la aparente paz del hogar, y los fantasmas de la culpa clamando por justicia... Combinación sensacional.

                        Se me perdonará que aclare cómo se ha conservado esta historia en mi familia. Dio la casualidad de que uno de mis tíos maternos fue, en su adolescencia, amigo del menor de los varones Cansino. Cuando el crimen fue descubierto, nadie pudo creer que ese simpático joven, visita habitual en casa de mis abuelos, hubiera guardado por años tan sangriento secreto.

                        La autora material del crimen fue la madre. Mujer enérgica, ignorante, resentida, que subyugaba a sus hijos y hacía valer su autoridad a golpes. Soltera, indómita, con un frondoso historial de concubinos borrachos y holgazanes, la vieja Cansino estaba acostumbrada a lidiar con lo peor de la existencia. Durante años había ganado el sustento para sí y sus hijos sin que un hombre la ayudara, en trabajos viles, en fábricas roñosas. Vieja ya, e incapaz de seguir trabajando a causa de una renguera adquirida en un accidente fabril, se consideraba acreedora a la gratitud inagotable de sus hijos, y cobraba la deuda diariamente, gobernando sus vidas con mano de hierro, requisando y administrando sus jornales, fiscalizando sus diversiones. Cuando tenía que castigar, lo hacía sin remilgos. No sólo pegaba a los más pequeños, sino también al mayor, muchachón de veintisiete años, grande como un ropero, y que, de proponérselo, podría haber rechazado sus iras con el dedo meñique.

                        La vieja tenía, en su fiereza, una afición amable: cultivaba una huertita en los fondos de su casa. Hortalizas, legumbres, una higuera, limoneros y naranjos merecían sus tiernos cuidados. El árbol más vistoso era un amplio y retorcido ciruelo, al que la vieja dispensaba especial consideración.

                        El mayor de los hijos, el grandulón Juan, era callado, lerdo, torpe. Vivía superado por los hechos. La vida misma era un hecho obstinado que resistía su comprensión. Se enredaba en continuos problemas, de los que nunca podía salir por sí mismo. Sólo tenía una certeza: que no había embrollo, por complicado que fuese, que su madre no pudiera resolver. En ocasiones, le sobrevenía un pálido conato de sublevación contra la tiranía materna. Pero esto duraba poco. Sus rebeldías terminaban siempre con un humillante acto de contrición. Trabajaba en un taller metalúrgico y siempre estaba a un paso del despido. Bebía.

                        Carlitos,  el segundo hijo, era el amigo de mi tío. Su estrategia frente a la madre era la docilidad. Tenia dos personalidades. Fuera de su casa era un adolescente inquieto, chistoso, amigo de la parranda. Pero de puertas adentro se transformaba en un esclavo obediente, pero astuto, que sabía sacarle concesiones a la vieja aprovechando su evidente favoritismo y sin llevarle la contra jamás. Trabajaba desde los trece años en una fábrica de galletitas. Para él, salir a trabajar era un alivio. Aunque de carácter independiente, no se le cruzaba por la cabeza la traición de irse a vivir solo.

                        La menor, Ana, estaba en la pubertad. Como hija mujer, sobre ella recaía todo el peso de la potestad materna. A diferencia de sus hermanos, no tenía la escapatoria de salir a trabajar. Vivía encerrada haciendo las tareas domésticas bajo supervisión de su madre. No hablaba. Su mejor defensa consistía en pasar desapercibida. Y no siempre lo lograba.

                        Así estaba conformada esta familia. Los vecinos no estimaban mucho a la agria vieja. Pero como los Cansino no se metían con nadie, sus excentricidades quedaban circunscriptas a la intimidad del hogar.

                        Quizás las cosas nunca hubieran salido de la rutina. Pero Juan, el mayor, se enamoró. Y esto desencadenó la tragedia.

 

 

 

 

                                                              2

                        Juan Cansino conoció a su futura esposa en el tranvía: una joven chaqueña, recién llegada a Buenos Aires, que trabajaba como mucama. Empezaron a salir en secreto al cine, al parque de diversiones, a algún baile. Un día la muchacha le dijo que estaba embarazada.

                        Juan tomó una resolución. Luego de despacharse unas cuantas ginebras, regresó a su casa y anunció entonado:

                       -Madre, me voy a casar.

                        Este anuncio provocó una tormenta. La vieja gritó, berreó, arrojó platos, se mesó los cabellos y arañó el rostro de su hijo. Como Juan estaba borracho (y, por ende, se sentía propenso al heroísmo), los reproches de su madre no le hicieron mella; al contrario, aumentaron su determinación. Abandonó la casa materna con un portazo.

                        La vieja enfermó de ira. Durante más de un mes permaneció tendida en su cama sin despegar los labios, excepto para comer. Carlitos no osó decirle que, en el ínterin, Juan había llevado a cabo sus planes matrimoniales, y que vivía con su flamante mujer en una pensión de la Boca.

                       La emancipación de Juan duró poco. Su mujer perdió el empleo a causa del embarazo, y el propio Juan se vio mezclado en uno de sus habituales entuertos; sólo que esta vez no estaba su madre para remediarlo. Lo acusaron de haber robado unas herramientas y fue despedido. Sin trabajo ni forma de pagar el alojamiento -y para colmo esperando un bebé-, los recientes esposos se vieron obligados a recalar, con la cabeza gacha, en la vieja casa de Lanús que desde siempre había sido el hogar de los Cansino.

                        Carlitos actuó de mediador. Fue él quien consiguió, con sutil diplomacia, introducir a su hermano mayor y a su cuñada en el cuartito libre de la casa. Fue él quien hizo que el hijo pródigo se reconciliara con su iracunda madre. Pero Carlitos no pudo, pese a toda su habilidad negociadora, lograr que la anciana mujer dirigiese a su nuera al menos una mueca ligeramente amable.

                        Aunque pasó el tiempo, la paz no llegó jamás. La vieja descubrió que su nuera era terca y orgullosa. Si esta hubiese acatado su autoridad, quizás habría terminado por tolerarla. Pero no: la intrusa tenía pocas pulgas y se sabía defender. La guerra entre ambas estalló. La cocina - sede del poder femenino- se convirtió en campo de batalla. Y en medio de las dos contendientes se encogía Juan Cansino, torpe, atontado, cada día más afecto a la ginebra. Los lazos filiales pudieron más que los conyugales: Juan, al fin, tomó partido por la vieja, y a su mujer -encinta y todo- le propinó varias palizas.

                        El embarazo rondaba los seis meses cuando ocurrió el crimen. Era agosto, hacía un frío atroz, y estaba toda la familia reunida para la cena. La vieja Cansino comenzó una nueva disputa con su nuera. Se cruzaron insultos y golpes. Había por allí un cuchillo de cocina que la vieja manipulaba cortando carne. Los tres hijos Cansino vieron cómo el cuchillo describía una curva e iba a clavarse en el pecho de la mujer embarazada. Esta retrocedió tomándose el vientre, trastabilló y se desplomó sin proferir sonido.

                       Todos quedaron estupefactos. Carlitos alcanzó a murmurar:

                       -Madre... qué ha hecho...

                       -¡No es nada! !¡No es nada! -dijo la vieja, inclinándose sobre su víctima y tratando de contener la sangre que manaba sin remedio- Es un tajo, nada más.-Y recordando de repente a su hija menor, añadió: -¡Saquen a Ana de acá!

                        Carlitos tomó a su hermanita, que se había desmayado, y la llevó rápidamente a otra habitación. Cuando volvió, su madre había retirado el cuchillo homicida y lo lavaba frenética, repitiendo: "No es nada, no es nada." Juan daba vueltas como una fiera enjaulada, tomándose la cabeza. En el suelo yacía su esposa, en un charco de sangre.

                       -Está muerta, madre -dijo Carlitos. Pero le costó un enorme trabajo hacer que la vieja comprendiera ese hecho. Al fin pudo obligarla a tomar asiento. Era el único que conservaba la sangre fría. Cuando vio que su hermano mayor empezó a llorar y vociferar, lo tranquilizó de un sopapo. Luego, tomando las riendas del asunto, preguntó: - ¿Y ahora qué hacemos?

                        Discutieron. La vieja comenzaba a pensar y medir las consecuencias. La idea de llamar a la policía la espantó. Al fin Carlitos se puso de pie y dijo a su hermano, que estaba como en una nube:

                       -¿Tenía algún familiar en Buenos Aires? ¿Alguna amiga?

                        Juan negó con la cabeza.

                       -Bueno -prosiguió Carlitos- Levantáte y buscá la pala.

                       -¿Qué vamos a hacer? -gimió Juan.

                       -Enterrarla en el fondo. ¿O querés que madre vaya presa?

                        Poco después, los restos de la pobre infeliz y de su hijo sin nacer eran arrojados en una fosa, junto al gran ciruelo que extendía sus ramas en el centro de la huerta.

                        Los Cansino se encargaron de comentar en el vecindario que Juan y su esposa acababan de separarse y que ésta había regresado al Chaco, su lugar de origen.

                        A Ana, la hija menor, también le dijeron que su cuñada vivía ahora en el Chaco, repuesta de su herida. Le ordenaron no contar jamás a nadie lo que había visto. Al principio creyeron que Ana aceptaba tales palabras. Sin embargo, les llamó la atención ver que la chica se negaba a ir a la huerta del fondo, y hasta rehuía mirar en esa dirección.

                        El ciruelo siguió creciendo y dando frutos. Se volvió enorme y copudo. Hacia primavera floreció magníficamente. Y en el verano dio frutos como nunca hasta entonces.

 

 

 

                                                              3

                        Después del crimen, la vida de los Cansino pareció volver a la normalidad.

                        Carlitos siguió concurriendo a la fábrica. Nadie notó ningún cambio.. Era tan divertido y chistoso como siempre.

                        La vieja Cansino sí tuvo un cambio, pero imperceptible fuera del hogar. Se volvió callada y menos mandona. Empezó a delegar su autoridad en Carlitos. Nunca fue cariñosa, pero ahora tenía para Carlitos atenciones especiales. Le preparaba comidas, ponía ramitos de lavanda entre sus sábanas, o le dejaba disponer de algunos billetes adicionales a fin de mes.

                        Una noche lo llamó aparte. Nunca mencionaban lo ocurrido, pero esa vez, amedrentada por un mal presentimiento, le dijo:

                       -Cuidá de tus hermanos, Carlitos. El Juan toma de más, y eso es peligroso para todos.

                        Era verdad. Juan pasó una temporada de ociosa entrega al alcohol; luego su hermano le consiguió trabajo. Vivía quejándose, hundido en dificultades. Pero como siempre había sido así, nadie podía extrañarse de su conducta. La madre, sin embargo, notaba en él una hostilidad sorda. Y tenía miedo de que cometiese tonterías.

                       - Y sobre todo cuidála a Ana -prosiguió la vieja, tomando a Carlitos de la mano en un gesto de insólita confianza-. Yo no sé que la pasa a esta chica...

                        No era difícil de comprender: la pobre se sobresaltaba por cualquier causa; no podía soportar la visión de los cuchillos; nunca pisaba las baldosas en donde se había derramado la sangre del crimen. Por las noches tenía pesadillas. Una vez la vieja había querido tranquilizarla acudiendo a su cama. Pero cuando Ana abrió los ojos y vio el rostro de su madre, en lugar de serenarse lanzó un alarido.

                        Fuera de estas preocupaciones, el plan había funcionado, el secreto se mantenía. Habían pasado tres meses, y en el vecindario nadie mencionaba ya la existencia de la mujer de Juan. Si acaso alguna vecina chismosa preguntaba, se le decía que estaba en el Chaco y que había tenido un varoncito.

                        Pero a la tarde siguiente ocurrió un incidente perturbador, que vino a confirmar los presentimientos de la vieja. Llamó a la puerta una chica preguntando por la víctima. También era mucama y habían trabajado juntas. Llena de recelo, la vieja Cansino le contó la historia habitual.

                       -¿Se fue al Chaco? -dijo la chcia- Con razón no la vi más. ¡Y yo que le traía esta ropita para el bebé! Iba a nacer para estas fechas, ¿no?

                        Esta visita fue el hecho que suscitó el infierno particular de los Cansino. Juan, que había oído la conversación desde su cuarto, se puso a llorar convulsivamente. Y esa misma noche despertó gritando:

                       -¡El bebé! ¡Callen al bebé!

                        Toda la familia acudió a sus gritos.

                       -¿Qué bebé? -le preguntaron.

                       - Está llorando... allá ...

                       Y señaló para los fondos, hacia el ciruelo.

                       Quisieron serenarlo, pero el infeliz persistía en su delirio.

                       De pronto todos callaron. Quizás por sugestión, les pareció también oír el llanto de un recién nacido.

                       Los Cansino oyeron ese llanto toda la noche. Carlitos salió varias veces con una linterna. No había nada. Pero no dejaron de oirlo hasta el amanecer.

                        Al día siguiente, la vecina de la propiedad lindera preguntó a la vieja Cansino si había vuelto su nuera.

                       -Oí llorar un bebé -dijo- ¿Era el nietito?

                       -No -respondió la vieja Cansino-. Está en el Chaco. Ese llanto no era de esta casa.

 

 

 

                                                            4

 

                        Desde entonces, el bebé lloraba en la noche cada cierto tiempo. Cuando esto pasaba, los Cansino se cubrían la cabeza con la almohada y trataban de no escuchar.

                        No había ninguna defensa contra ese llanto. En una ocasión la vieja Cansino trajo a una gitana para purificar la casa. La gitana se puso a temblar como una endemoniada.

                       -Algo terrible ha pasado aquí -dijo-. Váyanse de esta casa. Está maldita.

                        Los Cansino no podían abandonar aquella casa por temor a que se descubriera su crimen. Tuvieron que acostumbrarse. Poco a poco, el llanto pasó a ser un sonido habitual. Después de cuatro años casi dejaron de oírlo. Pero la maldición intuida por la gitana no los abandonó. Aflicciones, enfermedades y penurias persiguieron a la familia en esos cuatro años posteriores al crimen.

                       La vieja Cansino envejeció aún más. Doblada por los achaques, deformada por un reuma atroz, recorría la casa arrastrando la pierna inútil. Era una auténtica bruja.

                        Juan perdió su nuevo trabajo y varios trabajos más, borracho sin remedio. Como era más peligroso tenerlo afuera que adentro de la casa, su madre y Carlitos desistieron de buscarle nueva ocupación. Se pasaba el santo día cuidando y cultivando la huertita, y hablándole a un bebé imaginario.

                        Solo Carlitos conservaba la firmeza. Se había hecho hombre; con su trabajo mantenía a la familia; era la cabeza y el sostén. Quizás por eso nunca tuvo novia. Se limitaba a frecuentar burdeles.

                        A Carlitos le entristecía la hermana menor. La madre, Juan y él eran casos perdidos. Pero Ana todavía podía vivir.

                        El carácter de la chica parecía cada vez más enfermizo. Taciturna, acobardada, realizaba las tareas de la casa con resignación. Carlitos, deseando rescatarla de ese ambiente, la llevó a trabajar a la fábrica de galletitas.

                        Aunque Ana no hablaba con casi nadie, el contacto con la vida -más poderosa que todos los terrores- empezó a hacer su efecto. Muchos meses después de haberla empleado en la fábrica, Carlitos vio que un joven obrero se acercaba a Ana tratando de conversar. Esto era ya un milagro, no porque Ana fuese fea -que no lo era-, sino porque nadie conseguía arrancar de su boca otra cosa que monosílabos. Observándola mes tras mes, Carlitos comprobó que su hermana mejoraba. Un día supo que estaba de novia con aquel muchacho, y se sintió tranquilo. Pero el noviazgo de Ana sería la perdición de la familia.

                        Ocurrió lo que tenía que ocurrir. Ana se enamoró. Su corazón se abrió de pronto. Y una tarde confió a su novio, entre lágrimas, el ominoso secreto.

                        Ella había visto todo. La disputa, la cuchillada, la sangre, el ademán postrero de la víctima sosteniéndose el vientre en que el hijo en formación se debatía por vivir. Se había desmayado, pero luego, volviendo en sí, había espiado a través de la persiana de su habitación. Sabía que sus hermanos habían cavado la sepultura al pie del ciruelo. Y en el curso de los años había observado mil detalles confirmatorios. Rresonaba en sus oídos, cada noche, el llanto del bebé nunca nacido, que ninguna almohada podía amortiguar.

 

 

 

 

 

                                                           5

 

                        El novio de Ana, horrorizado e incrédulo, demoró algunos días antes de acudir a la Justicia. Sólo lo hizo cuando estuvo bien seguro de que Ana no sería castigada.

                        Un mediodía se hizo presente en el domicilio de los Casino una delegación policial. Juan estaba en la huerta. Al ver a los policías se dejó caer de rodillas.

                       -Aquí –confesó llorando lágrimas de borracho-. Caven aquí. Esta es la tumba de mi hijito querido.

                        Casi al mismo tiempo, Carlitos era detenido en la fábrica de galletitas. Nadie comprendía nada. Los compañeros de trabajo, temiendo un atropello policial, formaron una barrera para defenderlo. Pero el propio Carlitos se adelantó hacia sus captores:

                                          -Está bien –dijo aliviado-. Llévenme. Ya era tiempo.

 

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