El peronismo luego del traspié electoral de 2023. Apuntes para su reconstruccion. Por Javier Garin.

 



Por Javier Garin.



Historiador. Autor de “El último Perón”.

 

Se equivoca quien piense que el peronismo ha sido derrotado de manera ilevantable por una adversidad electoral, que sólo expresa un momento en la historia del país y del humor social. El peronismo puede estar golpeado, y aún en crisis, pero dista de haber sido aplastado y suprimido, como desearían sus enemigos.

Desde su surgimiento, el peronismo se constituyó en un elemento permanente de la vida política y social argentina. Es una cultura política y un “movimiento”, como lo concibió su fundador. Nunca la organización partidaria llegó a ser la clave del fenómeno: siempre el “Partido” fue más bien una estructura organizada y sostenida por motivos legales, pero muy lejos de representar la articulación central del peronismo. En su momento el propio Perón definió a los trabajadores organizados como la “columna vertebral del movimiento”: la evolución del empleo y la ocupación en las últimas décadas -con los trabajadores desocupados y subocupados, informales y no sindicalizados, las cooperativas y la mal llamada “economía popular”- hizo que la representación sindical perdiera su centralidad e importancia y disminuyera su peso en el conjunto. Pero ni aún en sus tiempos de esplendor el sindicalismo ocupó la totalidad: Perón también dejó en claro que apostaba a una construcción por encima de los sindicatos y sus estructuras, que el peronismo no era un “Partido Laborista” (aspiración de Cipriano Reyes, no de Perón), como tampoco era un partido “clasista”, y vio con recelo (por el excesivo poder que les conferían) el otorgamiento de las obras sociales a los sindicatos bajo la dictadura corporativa de Onganía. La pretensión de representación del peronismo comprendía al menos parcialmente a los sectores medios, empresarios nacionales, Fuerzas Armadas, cristianos católicos y no católicos, nacionalistas, radicales alejados de su matriz, socialistas de la izquierda nacional, conservadores populares, etc. En los años 70, Perón celebraba el éxito de la expansión de su doctrina y arraigo en la sociedad argentina con una célebre humorada: “peronistas somos todos”. Eran los tiempos en que se reemplazaba una de las veinte verdades por el novedoso apotegma unificador: “para un argentino no hay nada mejor que otro argentino”. Tiempos en los cuales el propio Perón insistía en la necesidad de “institucionalizar” el movimiento, dándole una estructura permanente y despersonalizada (porque los hombres pasan, pero “la organización vence al tiempo”) y en que se atribuía a sí mismo un rol por encima de las identidades políticas, por encima del propio peronismo, en su sueño de un gobierno de Unidad Nacional. A un viejo opositor militar que se le acercó declarando que con el tiempo se había vuelto peronista, le respondió: “Pero usted siempre en la contra: se viene a hacer peronista justo cuando yo estoy dejando de serlo.” Y Perón, efectivamente, aspiraba por entonces a trascender el peronismo, a convertirse en una suerte de Padre Nacional, capaz de disolver en su abrazo todas las contradicciones preexistentes. Por entonces es que sostenía la necesidad de superar la concepción histórica basada en antagonismos e integrar en un relato nacional común a todos los componentes de la nacionalidad: unitarios, federales, rosistas, liberales, radicales, conservadores, peronistas, como expresiones de la lenta construcción de la nacionalidad, con sus errores y sus aciertos. Eran los tiempos en que se tomaba como definición general la frase de Gattica, luego adoptada por Osvaldo Soriano en una de sus novelas: “yo no hago política, yo soy peronista”. El peronismo trascendía la política, era una forma integradora de ser argentino. En el escenario político no había más que dos posibilidades: peronismo y antiperonismo. Con el señero abrazo de Perón y Balbín que intentaba desarticular la hostilidad acérrima en el campo popular, el antiperonismo cerril debía refugiarse cada vez más en los cuarteles y los gobiernos de facto o proscriptivos por su incapacidad de conquistar a las mayorías. La última dictadura militar, aunque se presentaba como “anticomunista” e invocaba la finalidad de exterminar la “subversión”, se propuso en realidad, sin conseguirlo, producir por la violencia un “cambio cultural” que desterrara para siempre al peronismo. (Es dable señalar que el discurso del antiperonismo sobre el “cambio cultural” que -a su criterio- resultaría imprescindible para “sanear” la Argentina ha sido una constante hasta el presente; en tiempos de la “Fusiladora” llegó al extremo ridículo e ineficaz de prohibir por decreto la mención de Perón, la marcha y los símbolos partidarios; en la actualidad subsiste como aspiración discursiva del antiperonismo, como inveterada ilusión de que mediante la combinación del bombardeo mediático permanente y la instauración de gobiernos antiperonistas “salvadores” -que nunca salvan nada sino que todo lo empeoran-, logrará alguna vez desterrar el fenómeno social del peronismo).

Aunque la dictadura no logró su objetivo de desperonizar el país, sí afectó profundamente la forma de ser del peronismo histórico. La crisis que hoy vivimos es la del peronismo post-dictadura, una versión de peronismo que, tras la muerte del líder, asumió distintas formas, erráticas, contradictorias entre sí, a veces mutuamente enemigas, siempre insuficientes: quiso ser socialdemócrata keynesiana con Cafiero, neoliberal con Menem, populista conservadora con Duhalde, de centroizquierda nostálgica de la “lucha armada” bajo el ultrakirchnerismo, progresista edulcorada con Alberto. Quiso representar al movimiento obrero o dejarlo a un lado según la ocasión, asociarse con las finanzas y el campo o pretender combatirlos, invocar la producción nacional y las industrias y a la vez promover el modelo agroexportador como base de la renta nacional, convocar a las grandes mayorías o abrazar a las ínfimas minorías, “otorgar” magnificentemente “nuevos derechos”, a veces descuidando los “viejos derechos”, e incurrir en múltiples variantes, algunas acertadas, otras no tanto, pero eso sí, buscando mantener o ampliar su base de representación social, porque el peronismo puede mutar todo el tiempo, pero nunca resigna su vocación mayoritaria. Es vario, diverso, multiforme, vivaz, cambiante, se renueva, se repliega, vuelve a nacer y se convierte en una eterna pesadilla para el sueño gorila de eliminarlo. En todas partes hay al menos un peronista… ¡incluso entre los gorilas! ¡Cuánto mejor haría, en términos de ahorro de energía, la parte antiperonista de la sociedad, si en vez de querer suprimirlo se resignara a aceptar su existencia y convivir con él: si en vez de procurar eliminar lo que considera son las bases de supervivencia del peronismo y arrasar sus logros, se limitara a aprovecharlos! La justificación de esa permanente “tabula rasa” es que (pretextan) el peronismo no sería democrático, y cuando ya no puede sostenerse más que no es democrático -porque siempre se sometió a la voluntad popular-, se dice que no es “republicano”, es “populista”. En la palabra “república” se intenta connotar la resistencia ciudadana liberal e individualista frente a las pretensiones autoritarias de una supuesta hegemonía peronista-colectivista que todo lo intenta someter a su control y voluntad; en el anatema “populismo” se cifra todo lo negativo que a su juicio tiene el peronismo: no importa qué realidades englobe la voz “populismo” en el resto del mundo, en Argentina “populismo” es, para ellos, el peronismo y nada más que el peronismo, porque en definitiva “populismo” es meramente lo popular. Maradona es populista, el Papa es populista, la cumbia es populista, el tango es populista, el asado es populista, y si se comiera masivamente guiso de lentejas, las lentejas serían una aberración populista a combatir.

Pero si el antiperonismo no puede destruir al peronismo, es el propio peronismo quien puede hacerlo de diversas maneras, y casi lo logra más de una vez. En los años setenta el mal llamado “peronismo de izquierda” se dedicó a combatir a Perón (autotitulándose paradojalmente sus “soldados”), asesinar a Rucci, pasar a la clandestinidad, promover la lucha armada contra un gobierno democráticamente elegido que supuestamente integraba, cometer atentados varios, coincidir con la ultraderecha violenta de la Triple A en la tarea de sembrar el país de violencia; y resultaron vanas las advertencias del anciano Perón de que, por ese camino, se daría la excusa para un golpe de Estado que arrasaría todas las conquistas y consumaría un baño de sangre (como efectivamente ocurrió en 1976: Perón lo había anticipado tres años antes sin ser escuchado). La increíble disputa por la conducción primero y después por la herencia de Perón por parte de los sectores violentos de izquierda y derecha, y la concepción aberrante y suicida del “cuanto peor, mejor” arrastraron al país a la antesala del momento más trágico de su historia: la dictadura terrorista de Estado, que usurpó el poder proclamando falsamente que venía derrotar a una subversión ya derrotada y en realidad llevando adelante una obra criminal de destrucción de la militancia popular y las conquistas sociales mediante el secuestro, la detención arbitraria, la tortura y el asesinato sistemáticos. Como luego veremos, el golpe del 24 de marzo de 1976 fue la verdadera bisagra de la historia argentina, mucho más que el golpe de 1930 o el de 1955.

El segundo momento de autodestruccion peronista tuvo la apariencia engañosa de un triunfo y un aggiornamiento, bajo la excusa de la caída del comunismo y el alineamiento automático con los Estados Unidos. Fue el gobierno de Menem: un gobierno surgido del seno del peronismo, que gozó de un fuerte respaldo popular y que usufructuó en sus primeros años la cucarda legítima de haber derrotado la hiperinflación de Alfonsín y dado estabilidad a la economía mediante la Ley de Convertibilidad de Cavallo, con un notorio aunque pasajero auge de consumo, sostenido en el ingreso de divisas por las privatizaciones y en la apertura indiscriminada de las importaciones. El capital simbólico del peronismo fue puesto a prueba por la audacia de Menem, que se abrazó con el golpista almirante Isaac Rojas, indultó a represores y líderes de la lucha armada, liquidó las empresas fundadas por Perón, abandonó la Tercera Posición, acusó a sus críticos de “quedarse en el 45”, adoptó el neoliberalismo, festejó la humorada de Neustadt de que debía reemplazarse en la marcha peronista la consigna de “combatir al capital” por “seducir al capital”, etc. Fue la mayor tentativa de reconversión del peronismo a un movimiento de base popular e ideología neoliberal-conservadora, tentativa exitosa, acompañada en las urnas, hasta que se arribó a la crisis gradual del sistema erigido por Menem-Cavallo a partir de 1995, con una creciente pérdida de fuentes de trabajo, el avance de la desocupacion y subocupación, los primeros piquetes, los primeros planes sociales auspiciados por el Banco Mundial, la multiplicación de los “conurbanos de miseria” (Rulli dixit), el clientelismo como forma de contención y control social, el reemplazo de la noción de “Justicia social” por la de “inclusión social” como meta redistributiva, etc. El sistema estalló en 2001, bajo un gobierno no peronista, pero que aceleró y puso al descubierto con su impericia las fallas ocultas, los “vicios redhibitorios”, la “amenaza de ruina secreta”, del modelo instaurado por los “aggionadores” noventistas del peronismo.

El peronismo se resignificó a partir de 2001, primero de la mano de Duhalde y luego de Nestor Kirchner. Aunque el antiperonismo pone énfasis en el “envión externo”, el “alza de las commodities”, como factores objetivos que a su criterio restarían mérito a la milagrosa recuperacion del país que inició la gestión económica de Lavagna con Duhalde y consolidó Kirchner en su primer gobierno, resulta inocultable que hubo muchos aciertos en las decisiones políticas que llevaron a ese supuesto “milagro”, o que lo facilitaron y aprovecharon. Sin embargo, aun en ese momento de recuperación y resignificación del peronismo, comenzaron a labrarse las fallas e inconsistencias, profundizadas en el segundo gobierno de Cristina, repentinamente dogmatizado por una extraña retórica de “izquierda”, tras la muerte de su mucho más pragmático esposo, que condujeron a las derrotas de 2013, 2015 y finalmente 2023. Derrota esta última que se parece demasiado a una verdadera crisis de supervivencia, pues, como veremos se produjo luego de una serie de yerros autodestructivos y ante un rival que proclamó abiertamente las mayores ofensas concebibles contra el sentido común democrático y contra el peronismo en su conjunto y que, a pesar de ello, o por su causa, fue respaldado en las urnas.

Victorias y derrotas, alternancia en el poder, no serían algo llamativo en ninguna democracia del mundo, sino parte de la normalidad institucional, si no fuera porque el antiperonismo renueva cada vez, en cada regreso al poder, el vano sueño de la definitiva destrucción del peronismo, de la eliminación de su obra y sus conquistas; si no fuera porque el odio político, sectorial y de clase, los empujan irremisiblemente a intentar la destrucción simbólica, material y política del adversario: intención dolosa que ellos mismos se encargan de atribuir al peronismo, pero que son ellos quienes cobijan y acarician con delectación.

Aunque el peronismo es derrotado a causa de sus errores, a veces graves y groseros, lo que se busca combatir en los interregnos antiperonistas son, por el contrario, sus aciertos.

 Razones de prudencia política impidieron a los eventuales personeros del antiperonismo precedente expresar con claridad sus reales ideas y sus fines más agresivos. La novedad de Milei, es que los ha proclamado a los cuatro vientos. Y lo preocupante para el peronismo, lo que realmente debería motorizar una revisión y una autocrítica integral y profunda, es que haya podido triunfar en las urnas un candidato que ha proclamado cosas tales como: una motosierra para simbolizar el ajuste salvaje; un revisionismo histórico que sitúa en 1916 -con las primeras elecciones libres y democráticas de Argentina, por aplicación de la ley Sáenz Peña de sufragio universal, secreto y obligatorio- el comienzo de la decadencia argentina; la reivindicación del terrorismo de Estado, caracterizado como meros “excesos” en una “guerra sucia”; la idea de que la Justicia Social es una “aberración”; la descripción del peronismo como una variante del comunismo, un comunismo disfrazado; la descalificación del Papa Francisco como “comunista” y “representante del maligno”; el retorno al lenguaje cavernario de los represores de la última dictadura; la denostación de Evita, responsabilizándola de la decadencia argentina por su idea de que “donde hay una necesidad nace un derecho”; la consagración de las doctrinas neoliberales y anarcocapitalistas que ningún país ha aplicado jamás y que los economistas serios consideran meras fantasías para la especulación académica y no recetas viables; la dolarización lisa y llana; el imperio del Mercado en absolutamente todos los terrenos de la existencia económica y social, incluso en materia de compraventa de niños y de órganos; la negación -muy en la línea de Trump y los falsos soberanistas- del origen humano de la crisis climática global; las descalificaciones e insultos más groseramente antidemocráticos y discriminadores, como llamar “mogólico” al que piensa distinto, “viejos meados” a las personas de edad, etc. El triunfo del lenguaje y los planteos “políticamente incorrectos”, desafiantemente “incorrectos”, no es una novedad: es una característica de la mal llamada “nueva derecha” en todo el mundo, pero no se había manifestado aún en Argentina. ¿Por qué resulta preocupante para el peronismo? Porque interpela todo lo que se creía y afirmaba acerca de lo “popular” y los límites que no debían transgredirse sin sufrir el anatema de “piantavotos”; porque, en definitiva, desnuda una realidad social que se nos había “escapado”, o que considerábamos meramente marginal.

    Entre los “momentos bisagra” que marcan o simbolizan cambios profundos que pasaron inadvertidos, no puede obviarse el fallido atentado de los “copitos” contra Cristina. Notas periodísticas aseveraron que la destinataria del ataque quedó hondamente conmocionada, afectada, no sólo por el natural estrés post traumático de observar en los videos un arma dirigida contra su cabeza, sino también por el hecho de que los frustrados asesinos fueran gente muy joven, de clase media baja, trabajadores no calificados y en “negro”, de humilde extracción, que habían llegado a odiarla tanto, y a identificarla como la raíz de todos los males, creyendo que matarla -a riesgo de su propia libertad y vida- era un acto patriótico comparable a gesta sanmartiniana, a tenor de los mensajes que descubrió la Justicia. Aunque parece evidente que esos jóvenes fueron manipulados y que existió detrás de ellos una conspiración criminal cuyos cerebros la Justicia se ha mostrado remisa en identificar, el sólo hecho de que los conspiradores pudieran haber reclutado a tales jóvenes pone en evidencia, por un lado, el poder de manipulación de las redes sociales, y por el otro, un sustrato real de insatisfacción, de hartazgo, de intolerancia, de escepticismo, de intenso resentimiento. En los tiempos de esplendor del ultra kirchnerismo, aquellos jóvenes no hubieran sido cooptados por los conspiradores criminales para asesinar sino por la Cámpora para hacer militancia barrial. ¿Qué sucedió? ¿No era que los jóvenes adoraban e idolatraban a Cristina? ¿No se instituyó el imprudente voto a los dieciseis años para capitalizar electoralmente la hegemonía cristinista y camporista en los sectores juveniles y adolescentes? El atentado de los “copitos” desnudó una trama de silenciosa expansión de la ultraderecha antiperonista en las masas populares, en las juventudes marginadas y pauperizadas. Como la muerte de Nisman preanunció la derrota electoral de 2015, el fallido magnicidio fue un anticipo del triunfo de Milei.

            Tras una dura derrota electoral a manos de un pregonero de antivalores, es inevitable, además de necesario, efectuar una intensa y sincera autocrítica de los caminos que llevaron al peronismo a este duro traspié. Parece claro hoy que era casi imposible el triunfo, con una fuerte inflación, inestabilidad económica, falta de divisas, pobreza en aumento, una presidencia signada por la mediocridad y las luchas internas, y el asedio permanente de los principales medios de comunicación, convertidos en el verdadero partido de oposición. Sin embargo, contra todo pronóstico, el candidato peronista y ministro de Economía Sergio Massa estuvo a tres puntos de triunfar en primera vuelta y alcanzó unos milagrosos 44 puntos en el balotaje: cosa bien singular para un gobierno que los medios hegemónicos pintaban como desastroso  y al que auguraban quedar afuera incluso del balotaje. A tal punto se cargaron las tintas sin el menor sonrojo que La Nación, en un editorial, llegó a calificar a Alberto Fernandez como “el peor presidente de la historia” (sic). ¿No es un poco mucho llamarlo así en un país que padeció a dictadores como Uriburu, Justo, Aramburu, Onganía, Videla, Galtieri, y a presidentes tan malos como De la Rúa o Macri? Pero, según La Nación, Alberto fue el peor de todos. Si hubiera sido tan malo, habría al menos destacado en algo, en vez de ser una tranquila medianía.  Pronto veremos si todo fue tan calamitoso como lo presentaban; pero más allá de los análisis mitigadores, objetivamente una situación económica nada favorable y una dosis considerable de fastidio tornaban más que difícil el triunfo electoral peronista y que hubiera significado tal vez, con la conducción de Massa, una renovación exitosa, o menos traumática, de la principal fuerza política de la Argentina, cuya conducción daba muestras de agotamiento desde antes de 2015, y que sólo había sobrevivido merced a la pésima experiencia del macrismo, por aplicación del célebre apotegma peroniano: “No es que nosotros seamos buenos, es que nuestros contrarios son tan malos…”

          La autocrítica post derrota es ámbito propicio para las venganzas de diversa índole y los inacabables (además de estériles) pases de factura. Quienes malquieren a Cristina dirán que ella es en definitiva la responsable; los peronistas más tradicionales apuntarán contra las zonceras de la Cámpora; los ultrakirchneristas no tardarán en señalar traidores y defecciones; los que odian a Massa dirán que la culpa es de la tibieza del candidato; los sindicalistas se quejarán de no haber sido escuchados; los movimientos sociales clamarán por la defraudada santidad de los pobres; todos coincidirán en menoscabar a Alberto, quien hizo méritos en términos de inoperancia para cosechar sufragios negativos por doquier, aunque no siempre enteramente justos. Los conservadores en temas sociales achacarán culpas al feminismo o las políticas de género y los progresistas al conservadurismo larvado; cada cual aprovechará para enrrostrar al peronismo derrotado el pecado original de las opiniones que no comparten. Este ejercicio –aunque en algunos casos puntuales revista apariencias de razón- dista de ser útil, como tampoco lo es el repartir culpas individuales por los yerros colectivos.

                En las líneas que siguen procuraremos evitar en lo posible los señalamientos individuales y nos limitaremos a algunas reflexiones con intención constructiva, basadas en una premisa: reconstruir el peronismo implica siempre, de alguna manera, reflexionar sobre sus orígenes y razón de ser. Nunca se puede emprender este camino si se pierde vista el legado duradero y no envejecido del fundador del movimiento. Sostendremos asimismo una premisa: no se reconstruye el peronismo con menos peronismo sino con más. Y trataremos de mostrar que, sin pretender congelar el peronismo en doctrinas de otras épocas, los fracasos del peronismo post-dictadura se vinculan con ciertas traiciones, incomprensiones o abandonos de las concepciones de Perón, a quien en distintos períodos se intentó tachar de caduco o superado, sin que se proveyera algo realmente superador.

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