BORGES Y GILGAMESH EL INMORTAL, por Javier Garin
por Javier Garin
“Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador. “
Así comienza el hermoso cuento de Borges “El inmortal”. El protagonista, un militar romano, decide salir de Egipto en busca del “río secreto que purifica de la muerte a los hombres” a cuya orillas se erige la Ciudad de los Inmortales. Lo encuentra y se vuelve inmortal y conoce por propia experiencia aquello que los filósofos le habían advertido: “dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes”. Sin poder morir, el inmortal borgeano atravesó la historia como un espectro, de siglo en siglo, de país en país: “ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal”.
Este cuento es de 1947. En 1969, el dibujante y guionista Lucho Olivera crea la que sería, junto a Nippur de Lagash, tal vez la mejor y emblemática historieta argentina de aventuras: “Gilgamesh el Inmortal". En sus guiones colaborará Sergio Mulko (Leo Gioser) y tal vez el más grande guionista rioplatense, Robin Wood. El inmortal ya no es un soldado romano sino un antiguo rey de Uruk, en Sumeria, que está obsesionado con la muerte, como el rey Salomón en el Eclesiastés. Una noche observa una luz caer en el desierto y galopa hasta lo que resulta una nave interespacial averiada. En su interior encuentra a un extraterrestre de nombre Utnapishtim, quien -merced a su avanzada tecnología- le da la inmortalidad a cambio de ayuda en la emergencia. Antes de partir, el marciano le advierte:
-Con los siglos llegarás a odiar la inmortalidad. Cuando eso pase, deberás buscarme en las estrellas para que te regale la muerte.
-¿Cómo te encontraré?
-Tendrás millones de años para desarrollar el método para encontrarme.
Comienza así el peregrinaje de Gilgamesh, temido por sus contemporáneos porque no envejece, lanzado a vagar por el antiguo oriente, Egipto, las huestes de Alejandro, Roma, los vikingos, la India, la América de la Conquista, el Tíbet, la Revolución Francesa, la invasión napoleónica a Rusia; y en todas partes encuentra la misma estupidez, locura y sufrimiento; los hombres con su ambición de poder y su codicia; los amores inútiles que deben olvidarse porque mueren y él está condenado a sobrevivirlos; los cambios de nombres y las exequias simuladas; el viaje permanente para no despertar la envidia de los mortales; hasta que al fin la Humanidad se pulveriza a sí misma con el Holocausto Nuclear. Sólo Gilgamesh sobrevive en el mundo arrasado, deseando y no pudiendo morir; viaja a Cabo Cañaveral y estudia para poder accionar el cohete que lo llevará a Marte en busca de la mortalidad.
Los bellos guiones de Robin Wood exacerban la reflexión filosófica y antropológica en la voz del atormentado protagonista: “¿Soy un dios? ¿Un hombre? No. Sólo un testigo de la audacia humana. (…) He aprendido a reírme de los vanos sueños de poder y gloria de los hombres. Pobres, míseras criaturas a quienes unos trozos de metal les dan la ilusión de poder y gloria. ¿Qué significan esas cosas ante la certeza de la muerte? Nada. Todo es efímero y estéril para ellos... ¿Y yo? Debo seguir buscando una respuesta a través de los siglos. ¿Cómo puedo ayudarlos? (…) ¿De qué sirven los sueños, las guerras, las glorias, la cultura y los grandes descubrimientos? ¿El polvo final es la única verdad? No. No pensemos así. Hay algo más. Algo que justifica nuestra existencia, nuestro respirar y hasta nuestra idiotez”.
Como una suerte de anarquista inmemorial, Gilgamesh descubre que no son los grandes y poderosos, con su soberbia, los que hacen la vida, sino la gente común: “Recuerdo los milenios de guerras y sueños, las batallas gloriosas y los amaneceres de desolación. El retumbar de los ejércitos en marcha y las banderas de seda pudriéndose en el barro. Recuerdo también a la otra gente, a aquella sin gloria y sin destino, los simples seres humanos de cada día con sus vidas incoloras atadas a los amaneceres y a las puestas de sol. Y ahora, en la distancia, comprendo que eran ellos los que creaban la vida aún sin saberlo. Cuando la gloria moría y las batallas cesaban eran ellos, los hombres-hormigas, los que recogían las ruinas y reedificaban nuestro pobre mundo...”
Muchos años después el cine adoptó la idea en “Highlander”, entretenida primera parte acompañada de una espantosa seguidilla de bodrios.
Ahora, nos informan los diarios que un gurú de la ciencia pronosticó que en una década la combinación de la medicina, la nanotecnología y la ingeniería genética logrará la inmortalidad humana: siempre el hombre queriendo asemejarse a Dios…
¿Bendición o maldición?
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