BERNARDO MONTEAGUDO Y SU FORMACION REVOLUCIONARIA, por Javier Garin



 PARRAFO EXTRAÍDO DEL LIBRO "EL DISCÍPULO DEL DIABLO, VIDA DE MONTEAGUDO", por Javier Garin.





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Ese muchacho que arribaba a Chuquisaca había nacido y sido bautizado como Bernardo Monteagudo en el modesto pueblito de San Miguel del Tucumán, en las llamadas “provincias bajas” del Río de la Plata, un día de agosto de un año fuera de lo común: 1789. Como por un anticipo del destino, el nacimiento de quien sería luego un revolucionario temible y encarnizado, un jacobino implacable, había ocurrido en el mismo año en que se precipitaba, al otro lado del océano, la Revolución Francesa, la madre de las revoluciones modernas. Él mismo se complacería en identificarse con uno de los más frenéticos revolucionarios franceses: el joven y fogoso Saint Just.

Su padre había sido un capitán de milicias español de nombre Miguel, veterano de la célebre campaña del Virrey Cevallos por la reconquista de la Colonia del Sacramento, hombre valiente y no del todo inculto, aunque carente de fortuna; su madre: Catalina Cáceres, mujer desgraciada que murió joven, después de haber sufrido toda clase de calamidades y miserias, teniendo el niño apenas trece años.

Era el único sobreviviente de once hermanos, todos muertos a corta edad, víctimas de una fatalidad ciega que parecía empeñada en borrar de la faz de la tierra la estirpe de que provenía. Por eso mismo, tal vez, él pensaba, ya de pequeño, que estaba llamado a cumplir grandes destinos. ¿Por qué otra razón, si no, se le había permitido preservar el amenazado apellido Monteagudo?

Sus dotes intelectuales así parecían indicarlo. De muy niño se había destacado por una inteligencia fuera de serie y una extraordinaria memoria. Admiración de sus ocasionales maestros, esperanza de su progenitor, Monteagudo intuyó que la naturaleza había compensado de este modo su carencia de bienes, la humildad de su cuna y la oscuridad de su tez.

 Este último rasgo daba pábulo entonces –y lo daría a lo largo de toda su existencia- a maliciosas y burlonas conjeturas acerca de la calidad de su sangre. Las lenguas calumniadoras tan pronto le atribuían haber sido engendrado de una relación adulterina de su madre con algún indio o negro como endilgaban a la propia madre ascendencia indígena o africana.

En aquellos tiempos -como hoy-, el desprecio racial era un argumento descalificador, con el agravante de cerrar el acceso a numerosos ámbitos de la vida institucional y social. Monteagudo padeció ese desprecio a lo largo de toda su vida, aunque compartiéndolo con otros grandes hombres de las luchas revolucionarias. Su futuro amigo San Martín sería motejado de indígena, al punto de que Alberdi, al visitar décadas más tarde al viejo general en Europa, confesó su admiración de que no fuera tan indio en su aspecto como le habían anticipado.

Quizás por tales razones es que San Martín y Monteagudo, cuando se hicieron cargo del poder en el Perú, prohibieron por decreto que se utilizara la voz “indio”, hasta entonces sinónimo de pobre, esclavo e ignorante, y dispusieron que a todos los habitantes se les llamara simplemente “peruanos”.

Monteagudo siempre abrigó el más profundo desdén hacia las consideraciones raciales, sin renegar de sus humildes orígenes. El presunto “mulato” poseía una mente despejada, muy superior a los torpes cerebros de los primogénitos de cunas de oro: mente de la cual se valdría para abrirse camino en un mundo que aún no reconocía sino a duras penas los derechos del mérito.

Un ejemplo de su carácter y su altivez, fundada en la conciencia del propio valor, se encuentra en su frontal interpelación a un poderoso enemigo político que intentó denigrarlo años después: Juan Martín de Pueyrredon. Esta notable “parada de carro” es uno de los documentos más reveladores de la personalidad de Monteagudo.

Tiempo ha que sufría en el silencio de mi corazón la infamia de que usted se propuso cubrir mi nombre–le dice por carta-, cuando em­peñado por una negra intriga, influyó en mi separación de la asamblea pasada, no por otro principio que por­que no podía conciliar mi representación con los in­tereses de su partido, alegando por pretexto anécdotas ridículas en orden a la calidad de mis padres, y aun suponiendo haber visto instrumentos públicos en Char­cas relativos al origen de mi madre. No trato de impugnar esta impostura escrita en los libros de acuerdo por empeño de usted, así porque desprecio la prueba que de ella se deduce, como porque usted mejor que nadie debe saber la consideración política que mere­cía yo en el Perú, y el alto aprecio que hacían de mi persona todas las gentes, acreditado en actos públicos y repetidos. Yo no hago alarde de contar, entre mis mayores, títulos de nobleza adquiridos por la intriga y acaso por el crimen; pero me lisonjeo de tener unos padres penetrados de honor, educados en el amor al trabajo, y decentes sin ser nobles. Si usted los ha gra­duado indignos de aquella calidad, acaso es porque, como buen republicano, ama las cruces, prefiere los títulos y decanta una nobleza que le hace poco honor. Pero aun concediéndosela, y suponiendo inferior mi origen, yo podría lisonjearme de ser más digno del aprecio de los hombres, que un noble infiel a sus ami­gos, ingrato a su patria, hipócrita por costumbre, vi­cioso por complexión e incapaz de ser virtuoso sino en la apariencia. Si usted fuese sensible a la buena fe, la memoria de los tiempos pasados debería cubrir­lo de rubor, al comparar la conducta que ha observado en distintas épocas con Castelli, conmigo, y con todos aquellos que, alucinados por una falsa opinión, elevaron a usted hasta el gobierno mismo".

Pero todavía faltaba mucho para que Monteagudo llegara a expresarse con tanta valentía y dignidad. Ahora era apenas un adolescente que viajaba lleno de ilusión,  para hacer estudios legales en la meca del saber, donde se habían instruído buena parte de los juristas, jueces y funcionarios de todo el Sur de América. Su ambición se ceñía a intentar salir de la esfera de mediocridad y pobreza a que parecía condenado por sus orígenes. Con suerte y esfuerzo llegaría a graduarse de abogado, y ese título le franquearía la puerta a empleos letrados, al ejercicio profesional en alguna urbe, a la estimación social y a una posición respetable. Gozaba del apoyo de su padre y confiaba en la asistencia y guía que le brindaría en Chuquisaca el cura Troncoso, pariente suyo, que residía allí y se había ofrecido para oficiarle de mentor.

El joven ni soñaba que llegaría a convertirse en un feroz impugnador del orden existente. Pese a las señales de su degradación, el sistema colonial no permitía avizorar, ni siquiera a los más osados, las convulsiones que lo sacudirían. La base de la dominación colonial estaba en las mismas cabezas, en las rutinas de pensamiento que se imponían por educación y por hábito, con la complicidad de un formidable aparato religioso que dominaba los espíritus, y en la ejemplaridad de los castigos que habían caído una y otra vez sobre quienes se atrevieron a desafiar el poder. El recuerdo de Tupac Amaru y su martirio en la plaza de Cuzco, de Tupac Qatari y su exterminio, y de tantos líderes de insurrecciones nativas aplastadas había marcado a fuego a los pueblos; y las cabezas y miembros arrancados de los mártires no en vano se habían exhibido en las poblaciones como muestra de la inexorabilidad del poder colonial. El propio Monteagudo, muchos años después, sintetizaría la dominación mental de América con una fórmula cuya claridad hubiera aplaudido Arturo Jauretche:

“Los pueblos habían olvidado su dignidad y ya no juzgaban de sí mismos sino por la ideas que les inspiraba el opresor

Y en otros escritos describiría con elocuencia indignada  e irónica ese estado de cosas que obnubilaba las conciencias y de cuyo influjo él tampoco estuvo exento:

 ¡Qué tranquilos vivían los tiranos y qué contentos los pueblos con su esclavitud antes de esta época memorable! Parecía que nada era capaz de turbar la arbitraria posesión de aquéllos, ni menos despertar a éstos de su estúpido adormecimiento. ¿Quién se atre­vía en aquel tiempo a mirar las cadenas con desdén, sin hacerse reo de un enorme atentado contra la auto­ridad de la ignorancia? La fanática y embrutecida mul­titud no sólo graduaba por una sacrílega quimera el más remoto designio de ser libre, sino que respetaba la esclavitud como un don del cielo y, postrada en los templos del Eterno, pedía con fervor la conservación de sus opresores, lloraba y se ponía pálida por la muer­te de un tirano, celebraba con cánticos de alabanza el nacimiento de un déspota y, en fin, entonaba himnos de alegría, siempre que se prolongaban los eslabones de su triste servidumbre. Si alguno por desgracia rehusaba idolatrar el despotismo y se quejaba de la opre­sión, en breve la mano del verdugo le presentaba en trofeo sobre el patíbulo y moría ignominiosamente por traidor al rey. A esta sola voz se estremecían los pue­blos, temblaban los hombres y se miraban unos a otros con horror, creyéndose todos cómplices en el figurado crimen del que acababa de expirar. En este deplorable estado parecía imposible que empezase a declinar la tiranía, sin que antes se llenasen los sepul­cros de cadáveres y se empapase en sangre el cetro de los opresores”.

Al igual que sus coterráneos, Monteagudo tambien debería despertar del “estúpido adormecimiento”. Ello ocurriría precisamente allí, en los claustros universitarios, entre libros y conversaciones a media voz, cuando un nuevo e insospechado horizonte se abriera ante sus ojos. Pero nada sabía aún de su destino.

Así es cómo el joven tucumano llegó aquel día soleado a las puertas mismas de la celebérrima Chuquisaca, la famosa ciudad de La Plata, el antiguo asiento de los indios Charcas, la joya de Gonzalo Pizarro, la sede de la Universidad. En ella pasaría los años siguientes, dedicado a arduos e intensos estudios, a tempranas gimnasias insurreccionales y a pasatiempos escabrosos.

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En la plaza central de Sucre, de pie frente al Palacio de Gobierno y la majestuosa Catedral con su impresionante fachada barroca, en actitud desenvuelta de orador, con el aire de quien se dispone a pronunciar un elocuente discurso revolucionario, se yergue hoy la estatua con que se honra en la antigua Chuquisaca la memoria de quien fuera uno de sus estudiantes más distinguidos, uno de sus más célebres graduados y uno de sus más encendidos tribunos. Desde aquel pedestal parece todavía Monteagudo apostrofar a los hijos e hijas de Sudamérica:

 “¡Despertad ya del penoso letargo en que habéis estado sumergidos!”

Aquella plaza acogió frecuentemente los pasos de Monteagudo cuando se dirigía a los claustros o a alguna cita amorosa. Ambas ocupaciones lo entretuvieron durante su estadía en Chuquisaca, antes que la política dominara por entero sus pensamientos.

De aspecto agraciado y encanto personal, Monteagudo adquirió bien pronto las habilidades de seducción que le permitieron, durante toda su existencia adulta, gozar del favor de las mujeres, lo que andando el tiempo lo rodearía de una reputación de vicioso y mujeriego, sobre la que se cebarían sus enemigos para difamarlo. En Chuquisaca ejercitó tales artes por primera vez.

Como estudiante no perdió el tiempo, sabedor de que se jugaba su futuro. Los estudios jurídicos que se hacían en la Academia Carolina fueron descriptos así por Manuel Moreno en la emocionada biografía de su hermano Mariano:

“Dos años es necesario gastar en el estudio de los principios del derecho y del có­digo nacional, y en todo este tiempo es promovido el adelantamiento por penosos ejercicios sobre la ma­teria, frecuentes disertaciones, que se hacen producir sobre un punto escogido a la suerte veinticuatro ho­ras antes, y en fin cuando por actos solemnes que son obligados los alumnos a defender en público, han merecido la aprobación de los jefes del instituto, ob­tienen entonces el grado de bachiller que es el que se requiere para ejercer la facultad de abogado, sien­do el de doctor en ella un título que suena más alto que el primero, pero que en realidad no es otra cosa que un mero adorno. Concluido el tiempo de la aca­demia, deben adquirir la práctica del foro, asistiendo por otros dos años al estudio de un letrado, y a los juicios del tribunal, sin cuyo requisito no quedan hábiles para ser admitidos a un examen privado que hacen los jueces de la Audiencia, en cuya jurisdic­ción tratan de ejercer la profesión, y es el último requisito que la ley les exige para reconocerles por tales abogados.”

La Universidad, en la que todavía ejercían fuerte influencia los jesuitas, no obstante haber sido expulsados de los dominios españoles en 1767, daba acceso a las obras clásicas de la Antigüedad, en que Monteagudo llegó a ser muy versado, y a los ejemplos de virtud cívica de los grandes héroes griegos y latinos, tan halagadoramente descriptos por Plutarco y otros historiadores. También se leían y estudiaban los más reputados neoescolásticos españoles, como Mariana y Vittoria, quienes influirían en las ideas de muchos revolucionarios con sus concepciones acerca de la justicia y el bien común. Con razón señalaba Manuel Moreno en el citado libro, hablando de los abogados sudamericanos:

En la América española son los abogados la parte más selecta de la sociedad y los que mejor entienden su oficio. En ellos se encuentra más ilustración y liberalidad de ideas, que en ninguna otra de las clases del Estado; y sea dicho en honor de un cuerpo benemérito, ellos han sido unos constantes y animosos defensores de la ino­cencia, y los únicos que no han doblado la rodilla al despotismo entronizado, o no se han corrompido con el ejemplo de los jueces prevaricadores a quienes ro­deaban”.

Pero a la par de los estudios oficiales, Monteagudo dedicaba gran parte de sus esfuerzos a voraces lecturas de cuanto libro llegara a sus manos. Codiciaba especialmente los libros prohibidos por la rígida censura colonial. Muchos de ellos circulaban en forma clandestina a despecho de las amenazas de las autoridades civiles y eclesiásticas. Monteagudo se esforzaba por ganarse la buena voluntad de sus poseedores, y así trabó amistad, por ejemplo, con el Oidor Ussoz y Mosi, prestigioso y liberal funcionario que supo intuir las cualidades del joven, le dio acceso a su biblioteca, lo estimuló con el préstamo de algunos libros incendiarios y lo tomó bajo su protección personal.

La juventud inquieta, fascinada por los lejanos ecos de la Revolución Francesa, enloquecía por leer a los grandes teóricos de ese movimiento, a la vez que abjuraba con desprecio del estancamiento medieval hispano. El incrédulo Voltaire y sus dardos contra el fanatismo religioso, el sagaz Diderot con su racionalismo revolucionario y su confianza en las luces, el riguroso Montesquieu y la división de poderes, y el más grande y genial de todos, arrebatador y cuasi místico: Juan Jacobo Rousseau, con su culto de la voluntad general, su reivindicación de la naturaleza y la bondad humana y su condenación del egoísmo y el despotismo, electrizaban las mentes juveniles, ansiosas de novedad y excitación. Monteagudo creyó descubrir la panacea en aquellos magníficos textos, en donde aparecían como causa eficiente de todos los males humanos la tiranía y la ignorancia. Seguramente se emocionaba al leer en el gran ginebrino esa célebre observación del Contrato Social, cuya realidad era visible en el destino de los infelices indios:

“El hombre nace libre, y en todas partes se encuentra encadenado.”

La lucha por la Libertad y la Igualdad, que se había librado de manera tan encendida y sangrienta en Francia, como nunca antes en la Historia, se cargaba de nueva significación en la América del Sur.

Tambien recibió Monteagudo la influencia de los intelectuales del despotismo ilustrado español: Campomanes y Jovellanos, y leyó con entusiasmo al jesuita francés abate Raynal, cuya “Histoire Philosophique et Politique des Etablissements & du Commerce des Europeens dans les Deux Indes”, condenaba duramente el colonialismo y la esclavitud, idealizaba a los Incas y atacaba a la Inquisición.

El acusado de mulato, el joven de humilde cuna, el despreciado de los pudientes, encontró en esas doctrinas el reflejo de su propia aspiración personal de libertad e igualdad.

Una de virtudes de Monteagudo fue la admirable lealtad que mantuvo durante toda la vida al núcleo de  ideales que había abrazado en su juventud, sin perjuicio de los cambios o adaptaciones que debió introducir en ellos por la fuerza de las circunstancias o por la evolución de su pensamiento. A lo largo de este libro tendremos oportunidad de comprobarlo, desmintiendo a sus detractores, que suelen tacharlo de oportunista y superficial. José María Ramos Mejía, en su libro pseudocientífico “La neurosis de los hombres célebres en la Historia Argentina”, llega increíblemente a afirmar: “No hubo en su cerebro anómalo ningún sentimiento, ninguna idea que echara raíces profundas. Todo: ideas y afecciones, brotaban con una vivacidad extraordinaria e inusitada, pero eran fugaces y transitorias; pasaban rozando la superficie de aquella inteligencia que las recibía sin fijarlas. Conservaba momentáneamente las impresiones, pero la sensación cerebral correlativa se borraba sin dejar en la célula el recuerdo estable”. Tan insólitas expresiones no son raras en los denigradores de Monteagudo, cuya persona sufrió en vida y después de la muerte las más asiduas y grotescas injurias.

La fermentación de ideales libertarios que agitaba Chuiquisaca tendría consecuencias pasmosas en las Colonias. En un clima así se formaron las mentes más robustas y osadas del movimiento emancipador, que no tardarían en ponerse a la cabeza de la insurrección tan pronto como la oportunidad se les presentase. Junto al de Francia, se levantaba para los jóvenes el ejemplo de América del Norte, con cuya Declaración de Independencia “la libertad dio el primer grito en el continente que descubrió Colón”.

“Aunque el gobierno español hubiese podido levantar en aquel mismo día alrededor de sus dominios una barrera más alta que Los Andes –explicaría Monteagudo al referirse al impacto que tuvo la independencia norteamericana en las imaginaciones juveniles- no habría extinguido el germen de la grande revolución que se preparaba en Sud América”

Una nueva fe en el racionalismo, la soberanía del pueblo, la libertad y los derechos del hombre había venido a reemplazar en Monteagudo a las antiguas creencias religiosas. Hasta tal punto llegó a fanatizarse por la libertad que en sus artículos la escribiría siempre con mayúsculas: LIBERTAD, siendo esta ortografía su rúbrica de propagandista. Una libertad que estaba muy lejos de la anarquía y el individualismo y muy emparentada a la justicia como pauta de armonización social. Así llegó a definirla alguna vez:

La libertad no es sino una propiedad inalienable e imprescriptible que goza todo hombre para discurrir, hablar y poner en obra lo que no perjudica a los dere­chos de otro ni se opone a la justicia que se debe a sí mismo. Esta ley santa derivada del consejo eterno no tiene otra restricción que las necesidades del hom­bre y su propio interés: ambos le inspiran el respeto a los derechos del otro, para que no sean violados los suyos: ambos le dictan las obligaciones a que está liga­do para con su individuo y de cuya observancia pende la verdadera libertad. Ninguno es libre si sofoca el principio activo y determinante de esa innata disposi­ción; ninguno es libre si defrauda la libertad de sus semejantes, atropellando sus derechos: en una palabra, ninguno es libre si es injusto.”

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A pocos pasos de la esfigie de Monteagudo, frente a otra cara de la plaza de armas de Sucre, está la Casa de la Libertad, hermoso legado arquitectónico virreynal que es tambien uno de los mayores tesoros históricos de Bolivia. Allí se firmó en 1825 el Acta de Independencia de esa república, y allí tambien funcionó su Congreso. Allí, a fines del siglo dieciocho y comienzos del diecinueve, ilustres personalidades de la Revolución americana desfilaron en sus años mozos, como estudiantes de leyes, ya que el edificio, construido por la Compañía de Jesús, había sido destinado al funcionamiento de la Universidad de San Francisco Xavier.

En el antiguo púlpito que se alza a mano derecha, abandonada su antigua función religiosa y convertido en sitial de examinandos, los jóvenes Juan José Castelli, Mariano Moreno y Bernardo Monteagudo rindieron sus materias y presentaron sus alocuciones y tesis para graduarse de abogados. El visitante moderno no puede menos que sentirse embargado de una honda emoción al contemplar aquel púlpito e imaginar a tan ilustres alumnos en la flor de su edad, pronunciando sus discursos, ejercitándose en la oratoria que luego los haría célebres. Castelli, el genial orador de Mayo, el fusilador de Liniers, el temible comisario político de la Junta, el hombre que dijo: “Yo soy la Revolución”, hizo resonar allí su voz, cuando obtuvo  con sobresaliente desempeño su doctorado. El joven Moreno –“el martillo de la Revolución” y cerebro del Plan de Operaciones- ensayó desde allí su capacidad dialéctica, la misma que lo haría célebre al asumir en Buenos Aires la Representación de los Hacendados. De pie sobre el púlpito, el decidido y ambicioso Monteagudo produciría uno de los más artificiosos ejemplos de su habilidad para la impostura al presentar como tesis doctoral para graduarse, en junio de 1808, apadrinado por su protector el Oidor Ussoz y Mosi, un trabajo titulado "Sobre el origen de la sociedad y sus medios de mantenimiento".

Se trataba de una vil adulación a la monarquía, en la que Monteagudo presentaba al Rey hispano en un cuadro idílico, sentado en su trono, donde recibía su esplendor “de la misma divinidad” que alumbraba su vasto Reino, mientras sus vasallos lo miraban “como a imagen de Dios en la tierra, como fuente invisible del orden y el arte predominante de la sociedad civil". Esta burda apología habría causado risa, como una parodia, a poco que se supiera cuáles eran sus verdaderos pensamientos. El estilo pesado, lo trillado y torpe de sus conceptos, y la artificiosidad de que están revestidos denuncian su intención de halagar a los examinadores. Su hipocresía es indudable cuando uno piensa que el autor de semejante mamotreto es tambien el satírico e imaginativo escritor que, casi para el mismo tiempo, produce el “Diálogo entre Atahualpa y Fernando VII”, revulsiva impugnación de los invocados derechos del monarca español para someter a América.

Entrevemos aquí aspectos esenciales de su constitución mental. Teniendo como objetivo el doctorado, ¿para qué iba a entrar en disputas inútiles con sus profesores? Mejor reservarse sus ideas, que se expresarán a través de un escrito anónimo y no de una tesis cuyo sólo propósito es asegurarle una profesión. El hombre de humilde cuna no puede darse el lujo de desafiar a los académicos. Debe adularlos y complacerlos. Ya se cobrará cara la obsecuencia, sin exponerse, produciendo uno de los escritos insurreccionales más notables de la época colonial.

Tampoco es de descartar que sus protectores y amigos –que pertenecían a un secreto partido revolucionario- le hubieran aconsejado lisa y llanamente evitar toda imprudencia.

De cualquier manera, es muy distinta la actitud de un hombre como Mariano Moreno, quien en 1802, presentó en la Academia Carolina una monografía en la que, influído por Rousseau, por Solórzamo, y especialmente por el fiscal de la Audiencia de Charcas y defensor de los indios Victorián de Villalva, condenaba en duros términos la mita y el yanaconazgo. En ese trabajo titulado “Disertación Jurídica sobre el servicio personal de los indios”, Moreno, con la valentía que siempre lo caracterizó, señalaba que desde el Descubrimiento de América " empezó la malicia a perseguir a unos hombres que no tuvieron otro delito que haber nacido en una tierra que la naturaleza enriqueció con opulencia".  No vacilaba en reivindicar las civilizaciones aborígenes contra la opinión de los dominadores, que equiparaban a los indios a bestias irracionales. Y denunciaba: "Se ve continuamente sacarse violentamente a estos infelices de sus hogares y patrias, para venir a ser víctimas de una disimulada inmolación. Puestos, contra las leyes, en lugares enteramente diversos de aquellos en que eran nacidos, se ven precisados a entrar por conductos estrechos y subterráneos cargando sobre sus hombros los alimentos y herramientas necesarias para su labor, a estar encerrados por muchos días, a sacar después los metales que han excavado sobre sus propias espaldas, con notoria infracción de las leyes, que prohíben que aún voluntariamente puedan llevar cargas sobre sus hombros, padecimientos que, unidos al mal trato que les es consiguiente, ocasionan que de las cuatro partes de indios que salen de la mita, rara vez regresen a sus patrias las tres enteras". Y aunque para su disertación final Moreno eligió un tema neutro -el régimen jurídico de los bienes del cónyuge que contraía nuevas nupcias-, al menos no cayó en el servilismo de la tesis de Monteagudo.

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Quizás para reivindicarse ante sí mismo, sus compañeros y protectores, como el cura Troncoso y el Oidor Ussoz y Mosi –todos librepensadores y patriotas-, Monteagudo redactó un panfleto que alcanzaría extraordinaria difusión y le granjearía la estima del incipiente movimiento revolucionario. Tenía apenas 19 años cuando salió de su pluma el "Diálogo de Atahualpa y Fernando VII, obrita oportunamente subversiva y mordaz en la que Monteagudo se valió de una forma literaria común en aquellos tiempos para poner frente a frente al último de los Incas y al monarca español, a la sazón preso de los franceses y a quien muchos suponían muerto. El panfleto tuvo tanto éxito en Chuquisaca que circuló en numerosas copias manuscritas y anónimas entre estudiantes y profesores, siendo comidilla en tertulias y cenáculos, contribuyendo a formar futuros patriotas; y desde allí se difundió a otras regiones de América, convertido en poderoso instrumento de propaganda antiespañola. Con un estilo ágil e ingenioso refutaba las principales argumentaciones con que los españoles justificaban su predominio en América, y hacía un llamamiento a la independencia.

La trama es sencilla. Las almas del Inca Atahualpa y de Fernando VII se encuentran en los Campos Elíseos. Ambos monarcas aparecen unidos por un destino común: son víctimas de una usurpación de su trono; Atahualpa perdió el suyo a manos de los conquistadores españoles y Fernando a causa de la invasión napoleónica de España. El rey hispano aparece abatido por su desgraciada suerte y el Inca intenta consolarlo, pues –dice- yo también fui injustamente privado de un cetro y una corona".

A medida que se desarrolla el Diálogo, el Inca, con el pretexto de solidarizarse con Fernando, expone la injusticia que han sufrido los pueblos americanos bajo la usurpación española. Habla como un teórico iluminista cuando razona que la única base de una bien fundada soberanía es el consentimiento de los gobernados: “el que, atropellando este sagrado principio, consiguiese subyugar una Nación y ascender al trono (…), sería antes que rey un tirano a quien las naciones darán siempre el epíteto y renombre de usurpador”.

Astutamente, Atahualpa identifica la conducta del francés en España con la del español en América”. El recuerdo idealizado de los Incas campea en el escrito. Los americanos –sostiene Atahualpa- vivian reunidos en sociedad y bajo una paz inalterable,  obedeciendo a sus  soberanos, los cuales descendían –al igual que el propio Fernando- de “infinitos reyes”. Pero con el descubrimiento de Colón “empezó a hervir la codicia en el corazón avaro de los estúpidos españoles”, y cruzando los mares, invaden las Indias aprovechando que “los americanos son unos hombres tímidos y sencillos”. Los conquistadores “con sus ojos empañados por el ponzoñoso licor de la ambición, creen coronadas de oro y plata las montañas o al menos depositados en el interior de aquellas interminables tesoros, como las mismas cabañas de los rústicos e inocentes indianos les parecen repletas de preciosos metales; quieren apoderarse de todo y conseguirlo todo: protestan arruinar aquella desdichada gente y destruir a sus monarcas.” Aunque la razón y la religión condenan sus crímenes, ellos hacen oídos sordos “y al momento, empiezan a llover por todas partes la desolación, el terror y la muerte". Corren “ríos inmensos de sangre” y se amontonan “millares de cadáveres” en un cuadro dantesco que Atahualpa describe con vivas imágenes, comparando a los españoles con “las sanguinarias y ponzoñosas fieras de la Libia”. El robo y el saqueo no son suficientes; van a buscar la riqueza “con su insaciable sed” al seno mismo de las montañas, arrastrando “tribus enteras de indios”, asesinando a los que no obedecen o se quebrantan ante la dureza del trabajo: Los infelices que salen vivos de la minas se encuentran con sus campos arrasados, pues “todo lo han hurtado” y hasta las aguas están “teñidas con la sangre de sus hermanos”.

“Convenceos –dice Atahualpa a Fernando- de que los españoles han sido unos sacrílegos atentadores de los sagrados e inviolables derechos a la vida y la libertad del hombre. Conoced que, envidiosos y airados de que la naturaleza hubiese prodigado tantas riquezas a  América, habiéndolas negado al suelo hispano, lo han hollado por todas partes. Confesad, en fin, que el trono vuestro en América estaba cimentado sobre la injusticia y era el propio asiento de la iniquidad.”

Fernando VII intenta justificarse recordando la crueldad que tuvieron siempre los conquistadores, los asirios, persas, romanos, griegos”.  Atahualpa responde que el mal no justifica otro mal y que las crueldades de los españoles exceden a las de cualquier otro imperio.

Apela Fernando a la bula por la cual el Papa Alejandro VI concedió las tierras americanas a los Reyes Católicos. Esta argucia de leguleyo es destruida por Atahualpa, pues, aunque el Papa fuera cabeza de la Iglesia resultaba “una extravagancia muy consumada” que se permitiera donar “lo que  teniendo propio dueño en ningún caso pudo ser suyo”, máxime cuando Jesucristo no le confirió potestad alguna sobre las autoridades temporales. Ni siquiera la idolatría y pecados de los indios justificaban que el Papa o los Reyes Católicos les arrebataran sus propios gobiernos, siendo que los españoles, lejos de disipar las tinieblas de la idolatría con la luz del Evangelio, se habían antes hecho aborrecibles con su mal ejemplo y con los muchos crímenes abominables de que los hacían espectadores”. Fernando replica que gracias a los españoles los indianos adquirieron la religión católica y abandonaron sus idolatrías. Es cierto –reconoce Atahualpa-, “mas no por eso deben ser éstos dominados por aquéllos”.

Fernando alega como fuente de su derecho la prolongación de la dominación durante trescientos años “unida con el juramento de fidelidad y vasallaje que han prestado todos los americanos”. Atahualpa destruye también estos argumentos con rigor jurídico y político. Convertido en portavoz de los ideales iluministas, sostiene que el hombre es libre por naturaleza y ha sido “señor de sí mismo” desde que vio la luz del mundo. Obligado a vivir en sociedad, debió hacer el “terrible sacrificio de renunciar al derecho de disponer de sus accio­nes y sujetarse a los preceptos y estatutos de un monarca”; pero no ha perdido el derecho de “reclamar su primitivo estado”. Este derecho renace cuando es víctima de una usurpación o una tiranía; porque si se avino a obedecer a un gobernante “ha sido bajo la tácita y justa condición de que aquel mirara por su felicidad”. “En el mismo instante en que un monarca, piloto adormecido en el regazo del ocio, nada mira por el bien de sus vasallos, faltando él a sus deberes, ha roto también los vínculos de sujeción y dependencia de sus pueblos”.  Esta no era ni más ni menos que la versión iluminista del antiguo derecho de resistencia a la opresión, cuya formulación habían hecho, siguiendo a Locke, los patriotas norteamericanos en Filadelfia, al proclamar que los gobiernos derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados, y que “siempre que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho de reformarla o abolirla”.

El juramento de vasallaje, explica Atahualpa, no obliga a los americanos, porque fue resultado del terror y el despotismo de los españoles. Pero aun cuando este juramento fuese libre, lo sería bajo condición de que el monarca español mirase por su felicidad. “¿Y bien? –se pregunta Atahualpa- ¿En dónde está esta felicidad? ¿En la ignorancia que han fomentado en la América? (…) ¿En tenerlos gimiendo bajo del insoportable peso de la miseria, en medio mismo de las riquezas y tesoros que les ofrece la amada patria? ¿En haberlos destituido de todo empleo? ¿En haber privado su comercio e impedido sus manufacturas? ¿En el orgullo y despotismo con que se les trata por el español más grosero? ¿En haberlos últimamente abatido y degradado hasta el nivel de las bestias?”

Y luego añade con impecable razonamiento “Si de la dominación de trescientos años queréis valeros para justificar la usurpación, debéis confesar primero que la nación española cometió un terrible atentado cuando, después de ochocientos años que se sujetó a los moros, consiguió sacudir su yugo”.

Destruidas todas las justificaciones, avanza Atahualpa en el sentido de la Independencia, invocando la situación de España, invadida por los franceses: “¿No es cierto que cuando la convulsión universal de la metrópoli y el terrible contagio de la entrega llegaran sin duda hasta la América, deben aspirar a vivir independientes?”

Hasta el espíritu de Fernando, conmovido, reconoce que en tal caso él mismo apoyaría los esfuerzos de los americanos a favor de la independencia más bien que a vivir sujetos a una nación extranjera".

"Habitantes del Perú- apostrofa Atahualpa, hablando ahora a sus antiguos súbditos-: si desnaturalizados e insensibles habéis mirado hasta el día con semblante tranquilo y sereno la desolación e infortunio de vuestra desgraciada patria, des­pertad ya del penoso letargo en que habéis estado sumergidos. Desaparezca la penosa y funesta noche de la usurpación, y amanezca luminoso y claro el día de la libertad. Quebrantad las terribles cadenas de la esclavitud y empezad a disfrutar de los deliciosos encantos de la independencia. Vuestra causa es justa, equitativos vuestros designios. Reuníos, pues, corred a dar inicio a la grande obra de vivir independientes".

Con este llamamiento concluye el escrito con que Monteagudo se estrenó como gran ideólogo y propagandista revolucionario. Buena parte del prestigio que lo precedió en sus posteriores viajes y aventuras por el continente se debió a este panfleto enormemente popular, compuesto antes de cumplir los veinte años. En el aparecían reivindicados no sólo los derechos de los indígenas, sino también los de los criollos, que veían recortado su acceso a los puestos más codiciables, sofocadas sus fuerzas por absurdas prohibiciones antieconómicas,  limitado el comercio a causa del monopolio de Lima y Cádiz, y que, en suma, sufrían en carne propia las más violentas vejaciones, pues, como señalaba Atahualpa, hasta “el español más grosero” se consideraba superior en derechos y los miraba con desprecio, o -como diría años después en Buenos Aires uno de los defensores del orden colonial- “hasta el último de los peninsulares que llegase a estas costas” se creía autorizado a gobernarlos.

                                                           *              *               *

Monteagudo había obtenido el título. Su protector, el Oidor Ussoz y Mosi, intercedió para que la Real Audiencia de Charcas lo designara Defensor de Pobres en lo Civil. Ya era abogado en ejercicio tal como había soñado. ¡Qué orgulloso estaría su padre! ¡Qué pena que su madre no viviera para verlo! A pesar de la miseria y la adversidad, ellos siempre habían creído en los talentos del joven.

 Seguro de sus fuerzas, el futuro empezaba a sonreírle. Se contrajo a su labor profesional. Evitaría la imprudencia de Mariano Moreno, quien, una vez graduado, no tardó en enfrentar a las autoridades altoperuanas defendiendo a los indios de los abusos de sus patrones, con lo que se vio obligado a regresar a Buenos Aires. Monteagudo no quería seguir ese camino. Disfrutaba de su nueva condición, de sus amoríos y escarceos, y de un buen concepto general, que le había abierto la alta consideración de personajes muy importantes dentro de lo que pronto sería el movimiento revolucionario. Incluso resultaba más útil para sus protectores ocupando un cargo y manteniendo el disimulo, pues una de las tácticas de los futuros revolucionarios consistía en formar cuadros que se posicionaran en el aparato del Estado, aguardando el momento oportuno.

No sospechaba los sucesos que estaban por desencadenarse. En contacto con el mundo intelectual más avanzado de América, observaba en la sociedad señales profundas de atraso mental. Humilla el recordar la estrecha esfera de nuestras necesidades intelectuales(…): la más urgente de todas, que es cono­cer el destino del hombre en la sociedad, apenas exis­tía entre nosotros. Tan lejos de sentir los americanos las verdades que derivan de aquel principio, en gene­ral vivían habitualmente persuadidos de que sus inte­reses y los de la sociedad a que pertenecían, eran su­balternos a los de ese trono, cuyo nombre escuchaban con un estúpido respeto. Merecer el concepto de leales y alcanzar la protección de un mandatario español, al menos para disfrutar el humilde placer que goza el esclavo, que se ve preferido a los demás, era el único campo que se había dejado a la especulación, a la energía y a los deseos de los americanos”, escribiría más tarde.

Sin embargo, la Revolución estaba a la vuelta de la esquina.

 

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