LA TAPERA DEL LAPIDADO, cuento de Javier Garin

 


Por Javier Garin


1

 

Mi padre me contó que le contó su madre…

Ella, de niña, en Colonia Caseros, vio la tapera del lapidado.

La vio una sola vez, nada más.

Una sola vez se atrevió a entrar en el campo maldito, con otros chicos, en un momento de arrojo o de inconsciencia infantil.

Los colonos evitaban pasar por allí. La calle vecinal que bordeaba el campo maldito no la transitaba nadie, por miedo. Caballos y sulkys daban la vuelta en el cruce y tomaban por otra huella. Pronto la calle desapareció bajo matorrales.

Pero los chicos sabían que la calle y la tapera existían. Se desafiaban unos a otros a ir. Nadie iba. Todos miraban de lejos, y aún de lejos les parecía aterrador.

Esa única vez se animaron y fueron. Eran un grupito de cinco chicos, tres varones y dos niñas, de no más de diez años.

Después de pisotear los rastrojos y enredarse en incontables púas y espinas, llegaron hasta la tranquera abandonada. Ahora había que animarse a saltar. Lo hicieron uno tras otro. Caminaban amontonados, empujándose, como si el espectro del lapidado fuese a arrebatar a quien se separara del grupo.

De pronto, al final de unos talas muy tupidos, vieron la pared del ladrillo ennegrecido por la lluvia.

Se les cortó la respiración.

La niña que, andando las décadas, sería mi abuela dijo:

-Llegamos hasta acá. Sigamos.

Y siguieron. Se amontonaron debajo de un arbusto enclenque como punto de observación. Desde allí podían observar la vieja casa semiderruida.

Las paredes habían perdido todo revoque, el ladrillo, desnudo y picado, mostraba las sangrantes heridas de miles y miles de piedrazos. Las aberturas habían sido derribadas a golpes de piedra. El techo se había derrumbado hacia el interior.

La tapera tenía un aspecto pavorosamente triste y ruinoso.

Durante unos minutos no pasó nada. Los cardenales y los tordos cantaban, las tacuaritas lanzaban pequeños chistidos y a lo lejos sonaba la voz melancólica del crespín llamando y llamando sin remedio. Y nada más.

Pero de pronto los cantos cesaron. Un silencio pesado, agobiante, cayó sobre el lugar. Los chicos se dieron cuenta y tuvieron miedo.

Entonces sucedió.

Una piedra se levantó de alguna parte y fue a dar con energía contra la pared de la tapera. Al cabo de unos segundos, otra piedra retumbó. Y otra. Y otra.

 Luego decenas de piedras en andanada se estrellaron contra las paredes.

Nadie las arrojaba.

Nadie que unos ojos de este mundo pudieran ver.

Los chicos huyeron despavoridos, rasgándose las ropas en las espinas.

 

2

 

La tapera había sido hogar del Comisario Pelayo. Segundo Pelayo. Lambeta por necesidad y sádico por vocación.

El Comisario Pelayo había ascendido en la policía gracias a su infinita obsecuencia a Urquiza. Cuando Urquiza fue asesinado, se pasó rápidamente a las huestes de López Jordán, para acomodarse al nuevo estado de cosas. Lo que no cambió fue su obsecuencia y su crueldad.

Fue comisario de campaña en distintos departamentos rurales y en todos se distinguió por su arbitrariedad y su sadismo.

Siempre al servicio de los poderosos, se cebaba con los pobres diablos. Si alguien era acusado de cuatrero, en forma justa o injusta, el Comisario se encargaba de ejecutarlo previas torturas. El simple y expeditivo degüello, que solía practicar Urquiza, no era suficiente castigo, el reo moría demasiado rápido.

Su método preferido era meter al acusado en una bolsa de cuero cosida por los bordes y ponerlo a secar al sol. El cuero se encogía y asfixiaba lentamente al pobre diablo.

Luego le tomó el gusto a la lapidación. Ponía al sospechoso tendido boca arriba sobre una mesa, le echaba encima una tabla y luego iba apilando lentamente piedras sobre la tabla hasta que el infeliz moría asfixiado o aplastado por el peso. Mientras tanto tomaba mate o ginebra y contaba chistes a sus subalternos.

Debió haber alguna que otra queja, porque al final lo terminaron pasando a retiro. Se instaló en esa tapera, que antes había pertenecido a un colono suizo y él usurpó para pasar su vejez. Nunca se supo el número de sus víctimas durante sus años de prolífico servicio.

Un día, aburrido, pasó a caballo por la colonia judía de Basavilbaso y vio a una joven pelirroja que cargaba una cesta. Era hermosa y no tendría más de quince años. Metió espuela y la capturó al galope, la subió al caballo y le dio varios sopapos para desmayarla. Se la llevó a su casa.

Los padres de la joven eran judíos rusos. Sólo encontraron la cesta caída. Nadie vio nada. Un rabino que balbuceaba castellano logró hacer entender el caso a las autoridades. Pero la policía no pudo dar con testigos ni rastros. La dieron por perdida, violada o asesinada.

El Comisario Pelayo la metió en la casa, que aún no era tapera, y la encerró en una habitación tapiada. Le puso grillos y la dejó allí.

Le servía de comer dos veces al día y le cambiaba el agua del balde y tiraba las aguas servidas.

La chica sólo hablaba en ruso o en algun dialecto ruso. Nunca quiso decir a su captor ni cómo se llamaba. El Comisario Pelayo, en cambio, le hizo entender con acciones para qué la quería. La violaba casi todos los días.

Después de un año de capturada, ella aprendió algunas palabras castellanas y pudo entender y hacerse entender. Al fin el comisario le dijo que si ella no intentaba escapar la dejaría salir al patio. Eso sí, siempre con grilletes y atada a una larga cadena.

Al cabo de dos o tres años, el Comisario se confió tanto que a veces hasta se iba a tomar unas ginebras dejando a la engrillada en el patio. No había peligro de que nadie la viera porque estaba lejos del camino y de los vecinos. Le dijo que, si ella gritaba o intentaba escapar, él iría a Basavilbaso y mataría a toda la familia. Ella le tenía tanto terror que ni siquiera se atrevió a intentar nada.

Así pasó mucho tiempo.

 

4

 

En una granja de Colonia Caseros trabajaba un chico correntino. Había llegado allí con unos arrieros, pero como lo maltrataban se escapó y consiguió trabajo de peón con una familia de italianos. Los patrones eran amarretes a un extremo casi inconcebible, pero al menos lo trataban bien. Todo el mundo lo llamaba “gurisino”, porque cuando le preguntaron por su nombre sólo atinó a decir: “Gurí”. Así que en toda la Colonia era Gurisino, y algunos pensaban que era su nombre real.

Gurisino era muy despierto, tendría unos catorce años y cuando no estaba trabajando como un burro se perdía a vagabundear por los alrededores y cazaba con una poderosa y certera honda.

Fue así que un día la vio de lejos a la joven. Su cabellera roja era demasiado llamativa. Con gran cautela se acercó para espiarla. El dueño de casa no estaba o tal vez dormía, ya que eran las cinco de la tarde de un domingo. Ella estaba lavando ropa en una fuente. Para llamar su atención, le tiró una piedrita con su gomera. Al sentir el chasquido contra la pared, ella miró rápidamente y con miedo. Fue entonces que Gurisino vio las cadenas.

Se acercó. Ella le hacía señas de que se fuera, aterrada.

-Si vuelve, mata a los dos -alcanzó a decir.

Se sintió un relincho del lado de la tranquera. Gurisino escapó. Pero a partir de ese día, siempre volvía con mucho cuidado. Contó a otros colonos de la chica de pelo rojo encadenada, pero todos pensaron que era un invento y nadie le creyó.

 

 

5

 

En las visitas furtivas que Gurisino hacía a la prisionera ambos fueron tomando confianza. Al fin ella le pidió que fuera a Basavilbaso y buscara a sus padres y les dijera que estaba viva. Pero no quería que les dijera dónde porque temía que el Comisario Pelayo matara a sus padres y hermanitos. Sabía que era capaz de cualquier cosa.

Gurisino le pidió a un hombre que sabía escribir que le hiciera una nota con ese mensaje. Luego la llevó a Basavilbaso y la dejó en una iglesia. El cura se la llevó al rabino y el rabino a los padres de la chica. Se redoblaron las búsquedas y hasta mandaron a imprimir carteles en castellano para los pueblos vecinos.

Cuando el Comisario vio un cartel en la pulpería de Colonia Caseros se asustó y sospechó. Decidió poner más atención. Ya no dejó que la cautiva estuviera en el patio y la volvió a confinar.

Al día siguiente, el Comisario Pelayo iba en su alazán muy tranquilo cuando desde algún lado llegó un proyectil y le partió la cabeza. Cayó desmayado y cuando pudo regresar a su casa estaba cubierto de sangre.

-¡Si encuentro al que me tiró el piedrazo! -gruñía, mientras obligaba a la chica a lavarle la herida y vendarle la cabeza.

Ella supo de entrada quién había sido, y esa noche sonrió en secreto antes de dormir.

 

 

6

 

 

El Comisario Pelayo estaba acostumbrado a salirse con la suya. A partir de ese piedrazo su furia no hizo sino crecer, ya que, cuando menos se lo esperaba, al volver de la pulpería o en algún otro momento de descuido, recibía un nuevo piedrazo. A veces la piedra lo golpeaba en la espalda o el brazo, a veces pasaba silbando sobre su cabeza y otras veces impactaba al alazán, que rompía a galopar asustado.

-¡Ya te voy a agarrar! – mascullaba furioso.

Un día volvió a su casa de improviso y vio un bulto que se alejaba entre los espinillos. Encontró en el patio una honda caída y comprendió. Entró a la casa y tomó de los pelos a la joven y le empezó a dar latigazos hasta obligarla a confesar que un chico la había descubierto y venía a visitarla y hablar con ella a través de los postigos.

Decidió tenderle una trampa.

El sábado se fue a la pulpería como siempre y se hizo ver por la Colonia bien temprano. Aunque desesperaba por tomar ginebra o caña, se mantuvo sobrio, haciendo tiempo. Emprendió el regreso. Antes de llegar a la tranquera, se apeó y ató al caballo. Caminó a campo traviesa un largo trecho. Al fin lo vio al gurí junto a la ventana. Rodeó la casa. Asomó por detrás. Cuando Gurisino lo descubrió ya era tarde.

Le descargó un palazo en la cabeza y lo desmayó.

Luego lo llevó al granero destartalado y lo ató de manos y pies boca arriba sobre una mesa vieja.

Sacó la puerta de la casa de sus goznes y se la acostó encima al chico.

Fue hasta la habitación y le dio dos sopapos a la chica para que dejase de llorar y la llevó a la rastra. La ató a un poste en el granero.

Cuando ella vio al chico inmovilizado en la mesa y con la puerta encima empezó a llorar y gritar.

-¡Callate, puta! -bramó el Comisario- ¿Así que este es tu noviecito? El que me tiraba piedras. Ahora vas a ver lo que hago con él.

Junto al aljibe había una montaña de piedras de las que solían aflorar en las cuchillas entrerrianas, cuando los colonos pasaban el arado. Era costumbre amontonarlas así, cerca de la casa, para usos posteriores, y a veces hasta se usaban para construir un galpón. Las empezó a recoger y trasladar en una olla grande.

Cuando Gurisino despertó, intentó vanamente soltarse. Era imposible. Ni siquiera se podía mover para voltear la puerta que el Comisario le había extendido encima.

-¿Te gustan las piedras, no? ¡Piedras vas a tener! -dijo el Comisario Pelayo.

Empezó a colocarlas una a una sobre la puerta.

Con cada piedra aumentaba una fracción del peso de la puerta sobre el cuerpo del chico.

-Dejeme, señor, déjeme, tengo quince años -gritaba Gurisino con el poco aire que le quedaba.

Pero eso no conmovió al Comisario. Siguió colocando las piedras y cuando no tuvo más se fue con la olla por otra tanda.

La chica aullaba y pedía perdón por haber sido la causante del infortunio de Gurisino. Rogó al Comisario de todas las formas que pudo. Este la apartó de un puntapié y prosiguió con su metódica venganza.

Hubo un momento en que el peso de las piedras era tanto que Gurisino ya no pudo respirar. Hizo un último esfuerzo para llevar aire a sus pulmones y luego se desvaneció. El Comisario continuó amontonando piedras sobre él hasta que quedó por completo aplastado. Hacía rato que había muerto.

La chica ya no lloraba.

-¿Viste lo que pasa por ser puta y mentirme? Ahora es tu turno.

Desató la cadena y la arrastró hacia el patio tirando de los cabellos. Y allí le empezó a dar rebencazos.

 

7

 

Fue entonces que ocurrió por primera vez.

Un piedrazo.

El comisario se tambaleó.

-¡Hijo’e puta! -gritó hacia los talas, imaginando cómplices-. Salí de donde te escondés, mirá lo que le hice a tu amigo.

Otro piedrazo.

Esta vez venía de la otra punta.

El Comisario fue corriendo a la casa y tomó una escopeta. Pero no pudo disparar, porque al abrir la puerta le llovieron los piedrazos.

Cuando la cautiva vio todo aquello, logró ponerse de pie sosteniendo las cadenas que aun tenía atadas a los pies y se fue rengueando y saltando hacia la tranquera.

Horas después la encontraron unos paisanos, lastimada, ensangrentada, arrastrándose por la huella. La llevaron al pueblo y llamaron al herrero para cortar los grillos.

Cuando las autoridades se apersonaron en la casa del Comisario, lo encontraron en el patio, muerto, cubierto de sangre, sepultado bajo más de doscientas piedras de todos los tamaños.

Gurisino recibió un entierro cristiano y la gente de los alrededores cuidó y adornó su tumba.

Y las piedras siguieron cayendo regularmente sobre la tapera del lapidado durante más de veinte años, hasta que no quedó ni un solo ladrillo en pie.




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