Y el tren volvió al pueblo. Por Javier Garin

 


por Javier Garin



1

              Todo empezó con una invitación que me llegó por correo:

“EL TREN VUELVE A COLONIA ESPIRO

Querido/a espirense:

Al cumplirse 150 años de la fundación de Colonia Espiro, lo festejamos con evento muy especial.

Un espectáculo de luces, sombras, sonido y realidad virtual preparado por técnicos de la Universidad del Sudoeste, junto con nuestra Asociación. 

Un simulacro completamente realista de la vida de nuestro pueblo, y por supuesto, de nuestro querido ferrocarril.

No podemos adelantarle nada, pero sí podemos decirle que…

¡HABRÁ ASADO CON CUERO PARA LOS PRESENTES!

Convoca Asociación de Amigos del Tren de Colonia Espiro”

                 ¡Cuánta alegría y cuánta tristeza me produjo leer esto!

                El tren había dejado de funcionar en los años de 1990, cuando un señor de patillas en una casa pintada de rosa dijo que los ferrocarriles no iban más, daban mucho gasto. 

            Tengo grabada a fuego la imagen del último servicio. Todo el pueblo viajó en aquella ocasión, incluso los paisanos de “a caballo” que nunca subían al tren ni de casualidad. Mi papá, casi jubilado, con su uniforme de guarda más impecable y lustroso que nunca, hizo sonar aquel silbato que yo, en las siestas infantiles, quería siempre robarle sin éxito para exhibirlo ante mis amiguitos. Y el tren arrancó, y sentimos por última vez el suave bamboleo, y vimos deslizarse los árboles y los sembradíos. 

                Y juro por Dios que todos lloramos. 

               ¡Cómo lloramos! 

               Porque sabíamos lo que iba a suceder. 

              Con aquel último tren se terminaba también el pueblo. Nuestra infancia, nuestros recuerdos, nuestros viejos, nuestra pequeña felicidad. 

              Entonces ignorábamos que la Felicidad -asi, con mayúsculas- era precisamente aquello, esa cosa maravillosa e indefinible que se murió al apagarse los ecos del último tren…

             Después sucedió lo que se temía. Al no haber más tren, la gente se quedó sin trabajo. Nos empezamos a ir. Yo me vine a Buenos Aires, me casé, formé familia, tuve muchas responsabilidades. Nunca más volví a escuchar el silencio hermoso, poblado de calandrias, de mi querido pueblo. 

             Y mi papá… ¡pobre papá! ¿Y qué iba a hacer el pobre, si se quedó sin nada? ¡Yo no quería pensar en nada de esto!

              No quería, pero pensé igual. Y ya no me lo pude sacar de la cabeza.

2

                 La “Asociación de Amigos del Tren de Colonia Espiro” estaba formada por una sola persona: don Belisario, el antiguo jefe de estación, amigo de papá.

            Era el último habitante de Colonia Espiro. El único que no había querido abandonar el pueblo.

            Él tenía las direcciones de todos los viejos pobladores dispersos. De vez en cuando un ex poblador nostálgico, como no queriendo la cosa, se acercaba al pueblo a saludarlo, y de paso visitar un antiguo solar familiar deshabitado o la plaza donde se puso de novio, y constatar que todo se seguía derrumbando lentamente… Don Belisario estaba allí, firme, el único que no se derrumbaba. El último custodio de nuestro pasado. De vez en cuando nos enviaba algún mensaje por cualquier aniversario sólo recordado por él. 

            Como estos ciento cincuenta años de la fundación de un pueblo que ya no existía…

             Hablé por internet con mi amigo Ernesto, que vivía en Bahía Blanca, para preguntarle qué sabía.

             -¡Es verdad! -me dijo- Hay una cátedra universitaria que recrea la vida en los pueblos rurales. Parece ser que lo contactaron a don Belisario y él les dio toda la información que tenía, las fotos que encontró… ¿Vos sabías que don Belisario tenía en su poder los archivos del diario “La voz del espirense”? Sí, los guardó él. Todas las fotos, todos los ejemplares, la hemeroteca entera. Y se lo dio a estos chicos. Y están trabajando en eso hace meses. Te iba a llamar para decirte que vayamos. Yo voy a ir con mi familia. Quiero que mis hijos vean cómo era la vida allí. Que conozcan. Pero claro, a ustedes les pasó aquello y debe ser muy duro volver. ¡Pero si decidís ir avísame!

              Le dije a mi mujer, a Lolito y a Rocío que me acompañen. Ya no eran tan chicos, y quizás era la última oportunidad de que supieran algo de mi pueblo.

                -¿Y a tu mamá no le vas a decir? -dijo Ana-. Se va a enojar mucho si no le decís.

               -Pero a vos te parece que justamente ella va a querer…

               -Preguntale, Julio, que te diga ella que no.

              Mi mamá tenía 83 años, pero estaba muy bien de la cabeza y el corazón. Cuando le hablé del asunto puso una cara de profundo desagrado. Rezongó y dijo que para qué iba ella querer volver a ese pueblo maldito. “¡No quiero saber nada de esto!”, gritó. (Desde el último tren ella no había vuelto a sonreír. Sólo sabía rezongar con un humor de perros que nunca antes había tenido. Pasaban los años y estaba cada vez peor).

                “Me lo imaginaba”, pensé.

                Dos días antes de la fecha se apareció de golpe en el departamento y me dijo:

               -¿Entonces vas a ir a ese pueblo de mierda? Bueno, yo también. ¿O qué te pensabas, que ya no sirvo para nada? Me invitaste una sola vez y listo, ya está, cumpliste tu obligación. ¿Y por qué no insististe, eh? ¡Claro, a cierta edad somos una molestia!

                 Así que hicimos lugar en el auto y vino también ella.


3


                   Yo no creí que fuera a haber tanta gente. Estaba lleno. Fue cosa de llegar y ponerme a saludar. A muchos ya ni los conocía, pero después de un rato éramos otra vez como chanchos. ¡Qué manera de hablar, de llorar y de reír!

                  Daba pena ver las casas en ruinas. Tal vez por eso la mayoría de la gente se quedó en la estación, alrededor de don Belisario. Ese hombre era eterno. ¿Cómo podía ser que tuviera casi noventa años? Y allí estaba. Un peón de la estancia de los Taylor se ocupaba del asado con cuero, y él de charlar y charlar. Tan radiante que pensé: “en cualquier momento le va a dar un síncope de pura alegría”.

                 ¡Y cuándo vio a mi mamá! ¡Dios mío! Pensé que se me morían los dos viejos. Algo remotamente parecido a una sonrisa se dibujó en el rostro de mami. Y hacía treinta años por lo menos que ella no había vuelto a sonreír.

              -Julio – me dijo don Belisario-, me llevo a tu mamá unos minutos a hablar con los chicos de la Universidad. Para que la prevengan de lo que va a ver. No sea cosa que se emocione demasiado y ya ves, es una persona grande…

              Le dije que sí y la metió en la casa de la estación, donde se suponía estaba el comando del operativo. Hubiera querido conocer a esos estudiantes, pero don Belisario los tenía escondidos como oro, vaya a saber por qué. Al rato me devolvió a mi madre, que nada dijo y se mantuvo muy misteriosa. 

              Comimos un asado riquísimo. Estábamos a los postres cuando don Belisario nos dirigió un discurso muy breve.

               -No voy a hacerles perder tiempo con palabras. Estoy muy feliz de que nos volvamos a reunir en nuestro querido pueblo. En ese galpón junto a la estación hay un vagón del viejo tren. La universidad lo acondicionó. No sé que cosas mágicas hicieron ahí, pero ya me llevaron en un viaje de prueba. ¡Y es fantástico! No es un viaje real. Es una …. ¿cómo se dice? Simulación. Es cosa de mandinga. Pero no es esto lo que les quiero prevenir. Sólo les quiero decir que estén preparados por si ven a algunas personas que no esperaban. Esas personas tampoco son reales, pero lo parecen. No sé cómo las hacen estos chicos, ni quiero saber. No sé si son fantasmas o robots o qué diablos son, pero… ¡Tienen que verlas! Es todo lo que puedo decir.

                    Pensé que el viejo estaba senil, pero seguimos el juego. Nos condujo desde la mesa del asado cruzando la estación hasta el galpón. Adentro estaba todo oscuro. Había un vagón cubierto casi completamente con una malla de un material que parecía plástico negro. Sólo una puerta del vagón era accesible. Fuimos desfilando por allí. Mamá rezongaba y los chicos estaban muy excitados diciendo:

                    -Papá, papá, ¿es un tren fantasma?

              Por un momento pensé que don Belisario nos había convocado para hacernos volar a todos con una bomba por traidores al pueblo. Pero sólo fue una ocurrencia. Mi amigo Ernesto, que venía con sus hijos detrás nuestro, murmuró:

              -No sé dónde leí que con ese plástico pueden hacer que se visualicen ciertas…

            Pero no terminó la frase.

           Al entrar al vagón me sentí más tranquilo. Estaba iluminado con el sistema original del tren. Por las ventanas no se podía ver nada, ya que el plástico negro las cubría. ¡Estaba hermoso! Lo habían arreglado todo, habían cambiado los tapizados y pintado las paredes y el techo y cromado las barandas y los pasamanos.

                 -¿Así eran los trenes antes, papi? – me preguntó Lolito. Y Rocío empezó a sacarse selfies.

                 Nos sentamos en lugares previamente asignados. Cuando terminaron de subir todos, la luz parpadeó. Pensé que íbamos a quedar atrapados en un vagón sellado y oscuro. Pero enseguida se restableció la iluminación y comenzaron a iluminarse las ventanas.

              Todos dijimos involuntariamente: “¡Ohhhhh!”

              Es que, a medida que el brillo aumentaba en las ventanillas, se hacían más nítidos los objetos exteriores, el cielo azul con las nubes, las copas de los eucaliptos. 

              De nuestro lado apareció el edificio principal de la estación con su andén, y había carteleras con horarios y algunos carteles de propaganda antiguos, de Bidú Cola, de cigarrillos Jockey Club, de viejas golosinas. 

               Era tan real el efecto que hasta se sentía la brisa silbar por las hendijas. 

              El tren estaba detenido junto a la estación y de pronto apareció en ella un borracho con ropas andrajosas y se sentó en un banco con una botella de vino Toro en una mano, y todos los mayores exclamamos maravillados: 

             -¡Es el Mingo!

             -¿Y ese quien es, papá? 

             Respondí que era el borracho del pueblo cuando yo era chico. Murió atropellado. ¿Pero cómo podían haber hecho una réplica virtual tan perfecta, con esos movimientos realistas e inconfundibles? 

           Vimos venir por el andén un perro piojoso y con los pelos llenos de abrojos. Miró alrededor con la lengua afuera y se sentó para sacudirse una oreja con la pata trasera. Hubo una ovación de reconocimiento: 

            -¡Cartucho! -, gritamos los mayores. 

            Expliqué a mis hijos que era el perro del pueblo, que no tenía dueño y comía en cualquier casa y era el compañero preferido de los chicos en nuestras aventuras. Ernesto, sentado detrás nuestro con su familia, recordó:

                 -Pobre Cartucho, murió de moquillo. ¿Cómo pudieron replicarlo virtualmente con tanta perfección?

                 Se oyeron unas notas destempladas y varios exclamaron:

                  -¡La banda! 

                  Y la banda apareció desfilando por el andén, con sus músicos panzones y encorvados, sus platillos y sus bronces brillantes. Tocaba “Avenida de las camelias” tan mal como en mi niñez, pero a mí me pareció música celestial. Allí estaba el carnicero en el trombón, el sastre en la trompeta, el maestro tocando una flauta traversa. Los conocíamos a todos. Habían muerto hacía tanto tiempo que nunca había vuelto a pensar en ellos. 

                 Luego, dando inicio al acto, desafinaron el Himno Nacional y todos nos pusimos de pie. Cuando terminó la solemne interpretación, se adelantó un individuo flaco y desgarbado, se subió a una tarima frente al tren y todos prorrumpimos en carcajadas. 

                  -¡El intendente Gangoso! 

                  -¿Y ese quien es papá? ¿Y por qué se ríen? 

                  -Es el presidente de la Junta Vecinal -dije-, pero es como si fuera el intendente. Don Pedro Gayoso, que en paz descanse. Hizo mucho por este pueblo. 

                  -¿Y por qué le dicen gangoso y no Gayoso? 

                  No hizo falta responder, ya que empezó a hablar: 

                   -Queguidos vecinos y vecinas, damas y caballegos, nos hemos gueunido… - Se dirigía al vagón. Habló de la historia del pueblo, de los malones del cacique Cafulcurá (“Cafulcugá”) y del valiente capitán Espiro (“Espigo”) que derrotó a los indios pampas en estos parajes. Habló de la llegada de los ferrocarriles y de cómo al principio sólo hubo un apeadero y más tarde una estación. Y de cómo creció el pueblo, y del elevador de granos y de la prosperidad. Y al principio nos reímos, pero al final estábamos todos con lágrimas en los ojos. Y luego nos deseó buen viaje y se fue entre aplausos. 

                Casi se me detiene el corazón cuando apareció el guarda de espaldas, con su uniforme impecable y su silbato dorado. 

                -¡No puede ser! 

                Miré a mamá y vi que estaba riendo y llorando al mismo tiempo. Les dije a los chicos: 

                -Ese que ven ahí es mi padre. Era el guarda del tren. 

                 -¿Y cómo es posible, pa? 

                 -No lo sé -dije ahogado por la emoción-. No tengo idea cómo hacen estos efectos tan reales, pero… 

                 Sonó el querido silbato.

                Y por si no fuera suficiente milagro todo aquello, el tren se comenzó a mover. O así lo parecía. La estación fue quedando atrás, vimos pasar por las ventanillas las casas del viejo pueblo, tal como antes de que viniera la ruina. Vimos en las calles a los antiguos vecinos, fallecidos hace décadas. ¡Dios mío, qué ganas de llorar de felicidad!

                 En el campo había tractores de modelos antiguos y en los caminos de tierra circulaban autos y camionetas que hace años dejaron de existir. Los chicos fotografiaban todo con sus celulares. Era un delirio. Alguien abrió una ventanilla para respirar el campo y hasta entró el viento lleno de perfumes. Inmediatamente todas las ventanillas fueron levantadas, y los chicos se asomaban y el viento les pegaba en los rostros… ¡Y era todo tan real!

                Llegamos al pueblo siguiente, Alferez Baigorria. Pueblito también desaparecido. Pero estaba allí, vivo, como fue una vez. Y entonces sucedió algo. Papá bajó al andén con su silbato. Anunció la partida y ya se iba para treparse a una puerta del tren cuando mamá lo llamó. La pobre no se pudo contener:

               -¡Manuel! ¡Soy yo! ¡Necesito que me digas algo! ¿Qué fue lo que pasó ese día? ¿Te caíste del puente o te tiraste? Todos dijeron que te tiraste. ¿Pero cómo pudiste hacerme esto? Yo nunca lo creí. Necesito que me digas la verdad.

               Mi padre, o el robot, o el fantasma, o el holograma que representaba a mi padre, se detuvo. Estaba inmóvil. Y todo el vagón enmudeció. Luego, lentamente, mi padre giró la cabeza y dijo, con rostro serio pero lleno de amor:

              -No, gorda. ¿Cómo podés pensar que me tiré? Fui a caminar por las vías y llegué al puente y como un idiota me puse a cruzarlo. Entonces tropecé en un durmiente y me caí. Eso es todo. Yo estoy bien. Lo único que me gustaría es volver a verte sonreír. Guardame esto, hijo, ya no lo voy a necesitar.

             Y me dio su silbato. Y no entiendo cómo un sistema de realidad virtual puede hacer que se materialice un silbato.

              Mamá lloraba. Y también reía. Por primera vez reía de verdad, feliz, mientras lloraba.


4


                Nadie se quería ir, pero estábamos cansados. Demasiadas emociones. Por extraño que parezca, nadie quiso ir a recorrer el pueblo. ¿Para qué? ¿Para ver las ruinas? ¡Era mejor guardar aquellas imágenes que nos habían regalado!

               Quise felicitar a los chicos de la universidad que habían preparado todo aquello, pero don Belisario me dijo que ya se habían ido. No les gustaba llevarse el mérito ni el agradecimiento de nadie, dijo. Le pregunté a mamá si había hablado con ellos y me respondió que no, que sólo había charlado con don Belisario. Y se negó a decirme de qué.

                   En el auto viajamos en silencio, pensando en demasiadas cosas. Hasta que Rocío exclamó dolida:

                 -¡Papi! ¡Las fotos! No están en el celular, se borraron…

                  Lolito comprobó en el suyo y tampoco había fotos. Tuve un presentimiento y metí la mano en mi bolsillo:

                  -El silbato tampoco está…

                  Al llegar, noté que mamá estaba feliz, aunque nada decía. Algo me hizo pensar que quizás no viviría mucho, pero al menos sus últimos años serían en paz.

                 Decidido a agradecer a la Universidad por aquel regalo maravilloso, en la semana siguiente llamé muchas veces por teléfono, hasta que me derivaron con una autoridad confiable. Un titular de cátedra. Me dijo:

               -Sí, don Belisario nos dio la hemeroteca del pueblo de Colonia Spiro y todos los archivos fotográficos. Es verdad. Si usted quiere puede visitarnos y verlos. Vamos a digitalizarlos y subirlos a internet. Pero nosotros no hacemos simulaciones de realidad virtual. Es una excelente idea, pero no tenemos los medios para eso. Somos una universidad pública, pequeña. No somos el MIT.

             Llamé a mi amigo Ernesto y se lo comenté.

              -No es posible – murmuró. Se comprometió a acercarse ese fin de semana al pueblo y hablar personalmente con don Belisario. 

             No dije nada de esto en casa. 

             El mismo sábado me llamó Ernesto desde un teléfono público porque no tenía señal, conmocionado.

             -¡No lo vas a creer, Julio! No pude encontrar a don Belisario. Me fui hasta la estancia vecina, la de los Taylor, y lo encontré al peón que hizo el asado con cuero. Me dijo que cocinó por un encargo que le hizo don Belisario dos semanas antes. Le pagó la vaca y el trabajo por adelantado y le dijo que lo hiciera sí o sí para los invitados aunque él no estuviera. ¡Y después de eso se murió!

                 -¿Cómo se murió, si estuvo con nosotros?

                 -Esto es lo que me tiene enfermo, Julio. Este hombre dice que el día del asado don Belisario no estuvo. Le dije que estaba loco, que lo vimos y hasta pronunció un discurso. Y dice que nada de eso sucedió, que lo habremos imaginado, que hacía como diez días había fallecido en el Hospital de Bahía Blanca, que él mismo lo llevó a internarse. Después de eso me volví a la estación de Colonia Espiro y me metí en el galpón donde estaba el vagón. ¡Y adiviná!

                 -¿No había vagón?

                 -¡Sí, había, pero un vagón viejo, todo oxidado y destartalado! ¿Qué es lo que vimos entonces? Me vuelvo a mi casa y el lunes sin falta voy al Hospital a averiguar si don Belisario murió allí.

                  Dejé el teléfono sin decir palabra. No comenté nada a nadie. Tampoco necesitaba que Ernesto me confirmara el fallecimiento previo de don Belisario.

                  Cuando se recibe un regalo de felicidad tan grande como el de aquel tren que volvió al pueblo por una vez, una bendita vez, conviene no preguntar cómo ocurrió el milagro.


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