EL JUEZ Y EL CONDENADO, por Javier Garin ("Historias del Fin del Mundo")
Por Javier Garin.
-Emanuel Kant –dijo el Juez por toda explicación.
Distante detrás de su escritorio, el Juez
tamborileaba con impaciencia sus dedos mortecinos, grises, como polillas crecidas en la penumbra
de los archivos y en las grutas polvorientas de los expedientes arrumbados.
Así lo recordaba el convicto desde aquella última
audiencia posterior a su condena: la cara blanca e inexpresiva de foja numerada, a la que sólo
faltaba el membrete de “uso oficial” para completar una indubitable filiación
forense; el bigote tembloroso como antenas de un insecto ciego, de hábitos
nocturnos; y aquellos lentes delgados de láminas de hielo, que nunca enfocaban
la vida, que sólo leían la vida a través de los informes en jerga de los
escribientes judiciales.
-¿Emanuel Kant? –preguntó el condenado, sintiendo
desvanecerse su última esperanza.
-Kant,
sí –repuso el Juez con malsana satisfacción-. El imperativo categórico. Vamos,
profesor. Usted lo conoce bien, es un hombre instruido.
El condenado agitó impotente sus manos esposadas.
Miró a su alrededor, al despacho severo, al Cristo en la Cruz que ornaba la
pared detrás del Juez, como santificando su autoridad, a la bandera azul y
blanca que parecía respaldarlo mudamente con todo el peso de los poderes
constituidos, a los diplomas y placas con inscripciones honoríficas, a los
estantes copiosos de jurisprudencia, los libros bellamente encuadernados, cuyas
páginas encerraban todas las respuestas posibles, todos los tipos legales,
todas las categorías, parámetros y baremos urdidos en la penumbra de las
bibliotecas tribunalicias para clasificar y compendiar la vida, para disecar la
fiebre y la agonía, pasión, esplendor y miseria de los hombres, y pegar sobre
éste la estampilla blanca de inocente y sobre aquel la estampilla roja de
culpable.
Miró todo aquello buscando un objeto amigable,
algún resquicio por donde pudiera filtrarse una luz de humana comprensión, pero
sólo halló símbolos solemnes de autoridad.
-No le entiendo –dijo, rendido.
El Juez se movió en su sillón, desilusionado.
-¿Para qué cree usted, profesor, que lo saqué de la
cárcel y lo hice comparecer a mi despacho?
-No sé. Pensaba que por mis pedidos de libertad.
El Juez abrió los brazos como invocando el
testimonio de presencias intangibles.
-Por favor –dijo-. ¿Acaso creyó que iba a violar la
ley e insultar a la Justicia librándolo a usted de un castigo merecido?
Apoyó ambos codos con firmeza en el escritorio.
-Yo necesitaba que me confirmara ciertas cosas.
Ciertos dichos sostenidos por usted en nuestra última entrevista... cuya
importancia excede su caso individual.
“Ya veo –pensó el condenado- Su Señoría quería que le hable del fin del mundo. Y ahora que ha satisfecho su curiosidad me mandará de nuevo al penal.”
-Las afirmaciones
que usted hizo para justificar sus delitos... –comenzó el Juez.
El condenado lo interrumpió:
-Nunca quise justificar nada. Necesitaba recursos
porque todavía pensaba que podía poner a mi familia a salvo.
-¡Secuestro extorsivo, profesor!
-Retuve a un hijo de puta que me debía, que estafó a mi padre, que le sacó la casa, para obligarlo a devolverme aunque sea una parte de lo que debí heredar...
-Retener tres días a alguien a cambio de dinero es secuestro extorsivo. Bienes jurídicos vulnerados por su accionar ilícito: la libertad y la propiedad –dijo el Juez con enojo-. Pero no vamos a discutir otra vez su caso.
Se echó atrás en el sillón, como para adquirir aún mayor autoridad.
-Le pido que no me interrumpa. Estaba por decir que
lo que usted relató en esa entrevista no me era enteramente desconocido.
Hizo una pausa y luego, con cierta cautela, agregó:
-Yo también... –carraspeó- yo también había tenido
esas mismas... alucinaciones.
-¿Alucinaciones? –preguntó el convicto sorprendido.
-Sueños.
-¿Sueños?
-Anticipaciones, si prefiere. Ahora sé...sabemos...
que fueron anticipaciones.
El condenado miró al Juez con incredulidad. Éste
continuó, fingiendo no advertirlo:
-Cuando me habló de esas imágenes de destrucción y
muerte, de esos mundos arrasados, de esas pesadillas salidas del Apocalipsis,
no dijo para mí ninguna novedad. Esas visiones son exactamente las mismas que
me vienen persiguiendo desde hace más de diez años.
-¿A usted?
-A mí. ¿Por qué iba a tener usted la exclusividad?
¿O se piensa que el fin de los tiempos es un asunto personal suyo, profesor? Si
vamos al caso, hay muchas personas que lo preceden en orden de méritos para estar
en autos sobre la cuestión.
-Por supuesto –dijo el condenado con ironía- Un Juez
debería tener privilegios de información sobre un vulgar secuestrador.
-Es lo menos que puede esperarse –respondió el Juez
con petulancia.
Se puso de pie y fue hasta la caja fuerte. La
abrió. Extrajo unas carpetas llenas de notas, apuntes y recortes periodísticos.
-Aunque pensándolo bien, tiene usted razón –dijo
mientras tomaba nuevamente asiento-. No hay ninguna lógica en la elección de
los sujetos. No una lógica mundana.
Por un momento, la rígida seguridad del Juez cedió
paso a un trasunto de vacilación, una sombra de humana confidencia.
-Hace ocho años, cuando la pesadilla recién
comenzaba para mí –prosiguió, abriendo y repasando el contenido de las
carpetas-, encontré mis mismas anticipaciones en el delirio de un loco, un
insano de Melchor Romero. Lo indagué exhaustivamente y no hice más que corroborar
las coincidencias. Lea el informe si quiere.
El condenado hizo un ademán rechazando el legajo que
el Juez le ofrecía.
-¿No le interesa? –preguntó el Juez, contrariado:
esas carpetas resumían años de prolija recopilación.
-No necesito que nadie me confirme lo que ya sé.
-Fíjese: hasta esa seguridad es típica –dijo el
Juez-. Pero yo soy un hombre del Derecho. Yo formo mis convicciones a través de
la prueba. No me basta la fe
-¿Deformación profesional?
-Llámelo como guste. Volviendo a este caso, usted
comprenderá que no era especialmente halagüeño ese parentesco mental con un
loco...
-Me imagino –ironizó el condenado.
-Pues bien. Acudí a un psiquiatra... secretamente,
por supuesto. Hice averiguaciones. Fui a conferencias, a manicomios. Estudié. Y así supe que el delirio
apocalíptico es un rasgo común a muchas personas en estos tiempos. Un rasgo que
se repite una y otra vez con idénticos detalles. Lo he estudiado con
detenimiento en casos numerosos... además del mío propio, claro está. Si uno se
lo propone, puede encontrar multitud de individuos con este delirio.
Predicadores en las plazas, linyeras que apostrofan a los transeúntes,
drogadictos y libertinos, pero también individuos de apariencia normal y vida
sedentaria, que en algún momento dejan aflorar los signos de una pesadumbre
inaudita...
Mientras hablaba, el Juez pasaba revista a las
páginas de sus carpetas, cuyos casos, clasificados con informes, fotos y
recortes, parecían ilustrar sus palabras.
-El delirio es siempre el mismo; sólo la respuesta de
los sujetos varía. En unos conduce a la locura. En otros, al abandono y la
indiferencia. Hay quienes se entregan al desenfreno sensual. Otros sujetos se
adaptan, conviven con su delirio, logran funcionar con una apariencia de
normalidad, guardando en su interior el secreto insoportable. Un mismo sujeto
atraviesa por diferentes etapas: la etapa de la negación desesperada, la etapa
apostólica, la etapa del altruismo, la etapa de la aceptación y la resignación.
Hizo un alto en su inventario y miró a los ojos al
condenado.
-¿Quién elige a estas personas? –preguntó- ¿Cómo y
por qué son elegidas? Es un misterio. En eso tiene usted razón. No hay orden de
méritos para este conocimiento.
-¿Y qué es lo que esperaba de mí? –indagó el
condenado.
-Detalles. Como usted ve, llevo mi propia encuesta
personal sobre el asunto. No trabajo solo, desde luego. Pero no puedo revelar
los nombres de quienes trabajan conmigo.
-¿Y qué lugar ocupo yo en esos archivos?
-Aunque no lo parezca, un lugar importante
–respondió el Juez- Usted ha sido de los pocos que han sabido dar ciertos
detalles. –Hizo otra pausa-. Verá usted: hay un aspecto especialmente
inquietante en este delirio. Es la profunda convicción que genera. No se ha
hallado un solo caso en que el sujeto abrigara dudas. No importa lo irracional,
ilógica o inaceptable que parezca la obsesión. Nadie que la sufre es capaz de
poner en duda su contenido ni por un instante. ¿Es esto un carácter propio del
delirio o una señal de su verdad profunda? Sólo hay indefinición en los detalles.
Sólo hay incertidumbre en las cronologías. Pero un estudio paciente puede
despejar incluso esta incertidumbre.
-¿Entonces?
-Entonces, profesor, si lo hice comparecer el día
de hoy, no fue más que con un objeto. Corroborar cronologías. Hay ciertas
referencias en las visiones de los sujetos que pueden ayudar: datos históricos,
meteorológicos, incluso astronómicos. –extrajo y desplegó un cuadro cronológico
con anotaciones incomprensibles- No voy a abundar en esto. Pero todo parece
indicar que el evento tendrá lugar en el otoño de este año. Otoño austral,
digo. Así lo indican ciertas referencias a las posiciones de los astros y otros
indicios extraídos de los sueños. Más concretamente, en el mes de abril –señaló
un calendario del mes de abril marcado con inscripciones en diferentes colores-
Uno de los sujetos examinados habló de una cumbre internacional de jefes de
Estado. Informa la prensa que esa cumbre está convocada para el quince. Usted
me ha aportado un dato curioso que yo necesitaba. Me habló de un día domingo.
Esto sitúa el evento en el domingo diecisiete, es decir, aquí.
Trazó un círculo con marcador rojo sobre el día en
cuestión.
-Aunque –agregó corrigiéndose- “evento” es un
término impropio para designar un suceso que acaecerá necesariamente.
El condenado se agitó furioso.
-A ver si entendí bien –dijo- ¿Usted me está
diciendo que sabe? ¿Qué no duda? ¿Qué tiene un total convencimiento de lo que
va a suceder de aquí a unas pocas semanas?
-Absolutamente.
-Si es así –bramó el condenado perdiendo la paciencia-
¿por qué no accedió a mi libertad?
El Juez meneó la cabeza con cierto malhumor.
-Ya lo expresé en mi decisorio. No reúne los
requisitos legales para gozar de ese beneficio.
-¿De qué estúpidos requisitos me habla? –rugió el
condenado.
-No puedo disponer su libertad antes de mayo
–resumió el Juez.
-¡Antes de mayo! ¡Un plazo que nunca se va a
cumplir!
-No es culpa mía –repuso el Juez fríamente.
-Escuche –rogó el condenado-. Tengo mujer y dos
hijos. Alguna vez pensé que podía ponerlos a salvo en algún lugar libre de
amenaza. Ya sé que no es posible, que no hay tal lugar. ¿Pero no cree que
debería poder despedirme como Dios manda? ¿Qué clase de Justicia es la suya que
no se digna pasar por alto tres o cuatro semanas de mierda?
El Juez se puso de pie. La palabrota lo había
sacudido.
Lleno de ofendida majestad, alzó el dedo índice y
dijo:
-Profesor. En mi larga vida de magistrado he tenido
un desempeño intachable. Condené a los culpables y absolví a los inocentes con
inflexible rectitud. Jamás se me ha tildado de corrupto, de ineficiente, de
desaprensivo. Y en todos estos años me he enfrentado muchas veces a dilemas, a
graves dilemas, pero siempre los he resuelto de acuerdo al más estricto sentido
legal. Muchos aspectos de la ley pueden no gustarme, pero mi función no es
juzgar la ley sino a los hombres. Dura lex sed lex. No hay para mí otra verdad.
Mientras hablaba, salió de detrás del escritorio,
caminando por el recinto a grandes pasos, enhiesto y apostólico, agitando su
dedo en el aire como si se tratara de una versión abreviada y carnal de la
espada de la Justicia.
-¿Quién es usted –prosiguió- quién soy yo para
juzgar la Ley? La Ley está por encima de nosotros. La Ley está para ser
cumplida independientemente de los deseos de los hombres. Es un inmenso edificio,
una pirámide sostenida por el vértice. Si se desplazara el vértice un
milímetro, para favorecer a un hombre, todo el edificio se vendría abajo.
-Según sus propios cálculos, el diecisiete de abril
su famosa ley habrá dejado de existir –observó el condenado.
-No. El orden jurídico es eterno, porque es la
carnadura del orden moral. Recuerde a Kant, profesor. Ya se lo dije: ¡Recuerde
a Kant!
Y ante la mirada de indignación y desconcierto de
su interlocutor, el Juez explicó con fastidio no disimulado:
-Kant nos enseñó que las normas de Justicia deben
aplicarse independientemente de su utilidad, de su sentido práctico. Castigar
al culpable es un imperativo categórico. Así lo dice en sus “Principios
metafísicos de la doctrina del Derecho”. ¿Lo ha leído, profesor? ¿Conoce la
anécdota de ese discípulo de Kant que fue a interrogarlo a Koenisberg sobre los
cometas?
El condenado se encogió de hombros sin comprender.
-Como usted sabrá, Kant sentía fascinación por los
cometas –explicó el Juez con fatigado acento didáctico-. Pensaba que podían
destruir a la humanidad. El discípulo le planteó un caso moral. Si dentro de
una hora un cometa chocara con la Tierra, ¿debe un Juez, sabiéndolo, abstenerse
de condenar al reo de un crimen?
-Imagino la respuesta –murmuró el condenado.
-La respuesta fue que no. Porque la condena,
estimado profesor, es la realización de la Justicia. ¡Y la Justicia debe
consumarse aunque todo lo demás perezca!
El Juez había llegado, en su paseo, hasta la puerta
del despacho. Apoyó una mano en el picaporte y mirando con teatralidad al
convicto concluyó:
Abrió la puerta. Llamó a los policías que esperaban
en el pasillo, ajenos a aquella discusión.
-El profesor regresa a la Unidad Penitenciaria
–dispuso.
Mientras lo llevaban esposado, el condenado
hizo un
último esfuerzo para hablar.
-Una cosa tiene de bueno el fin del mundo- dijo.
-¿Qué cosa? –preguntó el Juez.
-Que va a borrar para siempre a los hijos de puta
como usted.
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