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LA VISITA, por Javier Garin

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  Por Javier Garin.      Caminaba al azar por las calles del barrio cuando de pronto vio la casa de su abuela, que hacía más de cuarenta años no visitaba.       Típica casa chorizo, con galería lateral y patio. A lgo despintada, rodeada de árboles y adornada con malvones.        Empujó la puerta de entrada sin pensarlo. El jardín exuberante lo envolvió con un perfume de jazmines y glicinas.       Sentada en su sillón de mimbre, la abuela volvió la cabeza y lo miró con su dulce sonrisa:      -Ya llegaste, Dani, tengo unas galletas recién horneadas para vos.      Lo invadió la felicidad. Una felicidad indescriptible, sólo empañada por un pensamiento:      “Ella no se da cuenta de que está muerta. Y yo no sé lo voy a decir. Procuraré que no note mi emoción”.       La abuela se levantó y fue hacia la puerta de la habitación posterior, donde estaba la cocina. Le hizo un gesto con la mano y Dani la siguió.        Mientras la abuela sacaba del horno las galletas de  almendras, Dani se acostum

EL REGALO DE LUCHO, por Javier Garin

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  por Javier Garin   1   -Don Hugo, doña Neli… La voz pastosa, aguardentosa, resonó en el porche. Mi padre asomó por el ventanuco de la puerta y reconoció a contraluz el cuerpo de gigante del antiguo gladiador.          -¿Qué necesita, Lucho? Lucho era alto, robusto, de hombros cuadrados, de espalda recta. Años y años de entrenamiento en los gimnasios habían dejado una impronta que perduraba a pesar de la vejez. Tenía entre sesenta y setenta años, pero su cuerpo aún era joven, fuerte. Una prominente barriga, dura de alcohol, desentonaba con la espalda moldeada en acero. La piel oscura denotaba un vago origen africano. Sólo su rostro era viejo, o más que viejo, ruinoso. Los puños de los rivales en las noches sobre el ring habían dejado su marca; la nariz aplastada, los arcos superciliares abultados. El alcohol había hecho también lo suyo en esa boca exangüe, sin fuerzas para mantener los labios en su lugar, en esos párpados hinchados que se derramaban sobre los ojos dimi

LA TAPERA DEL LAPIDADO, cuento de Javier Garin

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  Por Javier Garin 1   Mi padre me contó que le contó su madre… Ella, de niña, en Colonia Caseros, vio la tapera del lapidado. La vio una sola vez, nada más. Una sola vez se atrevió a entrar en el campo maldito, con otros chicos, en un momento de arrojo o de inconsciencia infantil. Los colonos evitaban pasar por allí. La calle vecinal que bordeaba el campo maldito no la transitaba nadie, por miedo. Caballos y sulkys daban la vuelta en el cruce y tomaban por otra huella. Pronto la calle desapareció bajo matorrales. Pero los chicos sabían que la calle y la tapera existían. Se desafiaban unos a otros a ir. Nadie iba. Todos miraban de lejos, y aún de lejos les parecía aterrador. Esa única vez se animaron y fueron. Eran un grupito de cinco chicos, tres varones y dos niñas, de no más de diez años. Después de pisotear los rastrojos y enredarse en incontables púas y espinas, llegaron hasta la tranquera abandonada. Ahora había que animarse a saltar. Lo hicieron uno tras otro.

¿VOLVER A JESÚS? UN ABORDAJE EXISTENCIAL DE UN JESUS PARA LOS NO CREYENTES, por Javier Garin

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              Por Javier Garin                  Cuando en 1999 ascendí al Aconcagua, me encontré en el refugio Berlín, a seis mil metros de altura, a un cura polaco que balbuceaba el castellano. Compartimos una noche en el refugio, a unos veinte o treinta grados bajo cero, y nos preparamos para salir a asaltar la cumbre a las tres de la mañana. Estábamos tan alto que las estrellas brillaban debajo nuestro, y eso me trajo el recuerdo de las palabras de Nietszche en “Así hablaba Zartatustra”: “Subiré y subiré, hasta que las estrellas mismas ardan bajo mis pies”. Mientras esperábamos la hora, resultaba imposible dormir, así que hablamos de lo que queríamos encontrar allí. El cura me dijo, en su media lengua:               -Voy a celebrar una misa en la cumbre. No es para nadie, sólo para Dios y para mí.               No me extrañó ese propósito, desde que la montaña siempre fue considerada un símbolo de la elevación espiritual a la divinidad. Mircea Elíade observaba con razón que